domingo, 19 de octubre de 2008

Un comienzo o una despedida

estuvo bueno, sentir la libertad, sentir la gracia, y sentir el estímulo, así como la igualdad de talentos.
quizá no nos lo merecemos. Quizá nunca lo hagamos.
Siempre queda en nosotros. eso Es lo peor.
Al menos HOY a la noche.
Pero algo me llena de energía.
O al menos me da un poco.
Vos decidiste.
Me hacés decidir.
ninguno tiene una decisión tan fuerte.
Y es quizá la decisión de otro en otra circunstancia la que condicione, aliente o frene la actual.
Quizá somos más importantes para el otro de lo que creemos.
Pero vivir inspirando, cuando no tenemos inspiración...
¿Profetas de qué?
¿Para ganar guita?
y por qué no...

viernes, 17 de octubre de 2008

Cuento

Ahora terminado. Falta corregir, pero básicamente es esto.

La sociedad decantada
Al borde de una crisis de nervios empecé a trabajar para Segundo. Al borde, en el abismo, uno decide dejar las cosas como están o saltar al vacío. Soy un héroe: decidí lo segundo. Es divertido saltar sobre la cuerda floja mientras se está en la cuerda floja; entender cabalmente dónde estoy ahora me demandaría un arduo trabajo de reflexión, pero al borde del abismo la capacidad de reflexión es lo primero que se pierde; sólo actúo y describo las cosas como creo que son. Antes de perder la capacidad de reflexión, había perdido el resto. Mañana vendrá el juicio; hoy tengo que hacer méritos para ser juzgado, y una vez derrotado, condenado.
El trabajo pesado lo hacía yo. Llevaba y traía. A veces era evidente que era cocaína; a veces armas. No me importaba. Me pagan bien, y parte era en especie.
Segundo es una persona repulsiva. Sin embargo, tengo que reconocerle una función social fundamental: es el médico de los condenados. Cuando la medicina no funciona, cuando Cristo se te ríe en la cara, la gente recurre a Segundo; él te da el empujoncito necesario para que te decidas. La “sociedad” condena las reglas del abismo, pero no sabe nada de teología, absolutamente nada desde que Dios se partió en dos y le dejó a un Moisés sin fama y sin nombre las nuevas tablas de la ley. No hay lugar para tibiezas. Somos el proyecto último y definitivo de Dios quién desprendió a ciertos elegidos del yugo de las normas para llevarlos a un nivel superior de entendimiento y sentimiento.
Mi jefe fijó el centro industrial en una zona apartada de Moreno, donde los caminos no son de material, sino que están trazados por la frecuencia del tránsito; sin señalizaciones, sin recolección de basura que no sea la que gestiona Segundo. Por Dios, ese lugar puede llegar a ser encantador, a veces.

Mi último trabajo para él fue buscar un sobre a la casa de la señora Miriam. Quedaba en Coronel Díaz, una torre alta, de varios pisos. Antes de entrar tuve que hablar con el agente de seguridad privada. Me pidió el documento y me sacó una foto antes de dejarme pasar. Fue la primera vez en mi vida que me sentí un delincuente.
Miriam era una señora de unos cincuenta y cinco años. Me imaginaba que cuando era joven debía ser hermosa; en ese momento era mucho más que linda. Me dijo que llegaba del gimnasio. Tenía una remera corta que mostraba un ombligo orgulloso de estar venciendo el paso de los años. Me dio el sobre y me pidió que vuelva antes de las ocho, porque a esa hora llegaba su marido. Era la una de la tarde; no había problemas en cumplir. Me sonrió. Ahora era hermosa. Me despidió con un beso y me quedé con ganas de más. Me pareció que ella también.

El viaje en colectivo era largo y aburrido. Traté de adivinar que había en ese sobre papel madera. No eran drogas. Lo ponía a la luz, pero no podía sacar ninguna pista. No aguanté más la curiosidad, y lo abrí cuidadosamente.
Había unas fotos. Eran chicas, una más hermosa que la otra, posando, algunas desnudas, otras muy sugerentes en fotos numeradas de 1 a 15. No había datos, pero calculaba que ninguna debía superar los quince años.
Me llamó mucho la atención la chica de la foto 7. No era la más linda. Tenía unos ojos café normales que no podían competir con los de las otras chicas; uno de ellos estaba semitapado por un mechón de pelo castaño oscuro. Estaba mirando de reojo a la cámara, levantándose apenas una falda escocesa de colegio católico que sugerían unas piernas flaquísimas, muy endebles. Su actitud no era desafiante, ni sumisa. Tuve la sensación, simplemente, de que era la única que no quería estar ahí. Era tan natural, tan…mía.
Primero se me ocurrió robar la foto, después se transformó en un impulso casi irresistible. Estaban numeradas. Hubiera sido muy fácil descubrirme. Se me cruzó por la cabeza la imagen de Juan Bautista, un compañero, con la mano derecha ensangrentada, gimiendo de dolor, mientras le decían que si no paraba de gemir perdía otro dedo. Callado, apretando lo más fuerte posible su mano, las lágrimas no salían de sus ojos: explotaban en ellos. Se me escapó un llanto breve que casi me revienta las sienes, y guarde las fotos, tratando de disimular lo mejor posible que el sobre había sido abierto.

Me bajé del colectivo y a lasa pocas cuadras, empecé a arrastrar los pies por el barro, tratando de cruzar el límite de dos mundos. No me quejo. Es natural que sea un esfuerzo. Las casas se distribuían sin criterio, sin lógica aparente; los colonos habían clavado su bandera y declarado como propio este territorio casi tan virgen como la luna. No me irritaba recorrer los caminos sinuosos que esquivaban alguna propiedad caprichosamente instalada, y ver que cuando terminaba el trazado evasivo me encontraba casi en el mismo lugar que si la casa no estuviera. No, no me molestaba: sin aquellas casas me hubiera perdido. Nunca conviene perderse; mucho menos, en los lugares que se conocen. Tarde aprendí esa lección.
Segundo estaba en el sentado en el jardín de su casa; era una de esas casas que tienen el jardín adelante. Toco el timbre, seguro de que me vio, pero es necesario cumplir con el ritual.
-Lydia, atendé – gritó con su voz agrietada.
Nadie responde.
- ¡Lydia!
- Ahí voy, ahí voy.
Lydia se acercó a abrirme cansinamente. No la había visto nunca; debía ser nueva. Mejor dicho, nueva como empleada; estaba lejos de dar el aspecto de algo nuevo: el pelo parecía haber sido arrasado por un huracán y la minifalda dejaba entrever carnes muy gastadas, sobadas; de hecho, tenía marcas y moretones. Me lo imagino al viejo, con la pobre chica transformada en mujer a las trompadas, manoseándole las piernas y las nalgas con fruición, no pudiendo alcanzar nunca lo que quería de su fetiche favorito, a pesar de sus esfuerzos por manosearlas y manosearlas con mortal desesperación. Las chicas de Segundo siempre tenían la obligación de mostrar las piernas; tal vez les exigiera poco más de sus vidas.
Me abrió la puerta; se dio vuelta y volvió a la casa. Sin mediar palabra, le di el sobre a Segundo. Abrió el sobre, sacó las fotos, y miró cada una por dos o tres minutos. Después de cuarenta y cinco minutos en los que yo estuve parado frente a él con mi mejor cara de póker, me dijo:
- Decile a Miriam esto: la tres, la siete y la quince. Ahora andate.

En el colectivo yendo para lo de Miriam, le daba la vueltas al asunto, una y otra vez. ¿Por qué la siete? Las otras no me interesaban, pero la siete era algo especial, no era especialmente atractiva, ni siquiera lo poco que mostraba parecía adivinar un tesoro más importante, por lo menos, para los fines para los cuales Segundo y la depravada de Miriam la querían. No quería imaginarme a Segundo sobando sus piernas delicadas; ellas no aguantarían tanto. Era la segunda vez en el día que reflexionaba, y eso también me dio miedo; no me convenía. Pero no pude evitar seguir haciéndolo.
Me sentía condenado por el destino. Aquella María que iba a interceder por mí ante Dios posta (no el Dios que había inventado un viejo cochino y enfermo; tan enfermo, tan cochino, que casi es inmortal) para que mis pecados sean perdonados y para hacerme ascender a la gracia divina, permitirme elevarme por sobre las cabezas de esta sociedad patética y poder mirar a todos sobre el hombro y que me envidien, y que me den ofrendas los hombres y mujeres de buena voluntad; la lugarteniente de Dios iba a ser llevada a lo más bajo del submundo de los topos, donde unos con otros se chocan intentando llegar a algún lado pero permaneciendo siempre en el mismo lugar y de esa manera, se encumbraría el más devastador sacrilegio. No me quedaba más que permanecer impávido mirando cómo me quedaba sin mi María llena de gracia. Y ahí sí lloré fuerte y desesperadamente, ocultando la cabeza entre las manos para no llamar la atención de los idiotas, y no me importó si mis sienes estallaban. El fuego ya abrasaba todo en mí; hasta las cenizas se volvían a encender. Me eché la culpa de contagiarme de aquel fuego que destruía los cimientos de esta puta ciudad, de aquel puto suburbio, de aquella puta Lydia.
Para cuando llegué a lo de Miriam, ya estaba cansado de sentir. Es como si hubiesen saltado los tapones de mi cabeza. En la puerta de su casa estaba de turno otro agente de seguridad que me obligó a llevar a cabo el mismo procedimiento con foto incluida, por miedo a tener problemas. Ojalá las fotos reflejaran los verdaderos cambios que uno tiene; de esa manera, tendrían mucho más sentido. Eran las siete y cuarenta y cinco. Miriam me recibió en bata y me dio un beso sin mediar palabras. Si hubiera hecho eso a la mañana, hubieran sido muy distintas las cosas; en ese momento, fue como si me pusieran plastilina en la boca Me invitó a pasar al living y sirvió dos Jack Daniels. Me acariciaba una pierna desde la rodilla hasta la ingle.
- ¿Qué te dijo?
- Ninguna.
- ¿Cómo que ninguna?
- Ninguna es ninguna.

Estaba muy contrariada. En una fracción de segundo, su cara se contrajo como una pasa de uva. Yo por mi parte, ya sentía nauseas.
A todo esto se hizo las ocho, y llegó el marido. Yo estaba en el sillón y ella se había levantado con el whisky y estaba mirando el río por la ventana. El marido me echó una mirada furibunda, pero yo me mantuve impávido, muy tranquilo. Miriam, en cambio, temblaba como una enorme masa de gelatina. El primer golpe le rompió la nariz. Una vez en el suelo, se sucedió una seguidilla de golpes rápidos y certeros. Me quedé viendo un rato la escena; un poco por curiosidad, pero más que nada, no quería irme sin terminar el whisky; cuando me di cuenta de que ya no tenía nada que ver que no pudiera anticipar, me fui. Me alivió bastante ver cómo a Miriam se la tragaba la tierra antes que a mí. Lo consideré muy justo, a pesar de que a mí ya no me falta mucho.

martes, 14 de octubre de 2008

La sociedad decantada (borrador incompleto)

Pasamos mucho tiempo sin postear nada y creo que es injusto para nosotros. Y por sobre todas las cosas, es injusto para Google que nos cede el espacio tan generosamente y sigue cuidadosamente cada cosa que publicamos. Por tales razones, publico un segundo borrador, esta vez incompleto, del frustante cuento que publicamos hace unos meses .

La sociedad decantada

Al borde de una crisis de nervios empecé a trabajar para Segundo. Al borde, en el abismo, uno decide dejar las cosas como están o saltar al vacío. Soy un héroe: decidí lo segundo. Es divertido saltar sobre la cuerda floja mientras se está en la cuerda floja; entender cabalmente dónde estoy ahora me demandaría un arduo trabajo de reflexión; pero al borde del abismo la capacidad de reflexión es lo primero que se pierde; sólo actúo y describo las cosas como creo que son. Antes de perder la capacidad de reflexión, había perdido el resto. Mañana vendrá el juicio; hoy tengo que hacer méritos para ser juzgado, y una vez derrotado, condenado.

El trabajo pesado lo hago yo. Llevo y traigo. A veces es evidente que es cocaína; a veces armas. No me importa. La paga es buena, y parte es en especie.

Segundo es una persona repulsiva, sin embargo, tengo que reconocerle una función social fundamental: es el médico de los condenados. Cuando la medicina no funciona, cuando Cristo se te ríe en la cara, la gente recurre a Segundo; él te da el empujoncito necesario para que decidas como yo. La “sociedad” condena las reglas del abismo, pero no sabe nada de teología, absolutamente nada desde que Dios se partió en dos y le dejó a un Moisés sin fama y sin nombre las nuevas tablas de la ley: las de la sociedad decantada.

En la sociedad decantada no hay lugar para medias tintas. Acá, el amor es intensísimo, más intenso de lo que se pueda imaginar cualquier persona que no pertenezca, así como también lo es el odio, sin condicionamientos ni límites, y no se relacionan jerárquicamente. Somos el proyecto último y definitivo de Dios quién desprendió a ciertos elegidos del yugo de las normas para llevarlos a un nivel superior de entendimiento y sentimiento.

Mi jefe fijó el centro industrial en una zona apartada de Moreno, donde los caminos no son de material, sino que están trazados por la frecuencia del tránsito; sin señalizaciones, sin recolección de basura que no sea la que gestiona Segundo. Por Dios, ese lugar puede llegar a ser encantador, a veces.

Mi último trabajo para él fue buscar un sobre a la casa de la señora Miriam. Quedaba en Coronel Díaz, una torre alta, de varios pisos. Antes de entrar tuve que hablar con el agente de seguridad privada. Me pidió el documento y me sacó una foto antes de dejarme pasar. Fue la primera vez en mi vida que me sentí un delincuente.

Miriam era una señora de unos cincuenta y cinco años. Me imaginaba que cuando era joven debía ser hermosa; en ese momento era mucho más que linda. Me dijo que llegaba del gimnasio. Tenía una remera corta que mostraba un ombligo orgulloso de estar venciendo el paso de los años. Me dio el sobre y me pidió que vuelva antes de las ocho, porque a esa hora llegaba su marido. Era la una de la tarde; no había problemas en cumplir. Me sonrió. Ahora era hermosa. Me despidió con un beso y me quedé con ganas de más. Me pareció que ella también.

El viaje en colectivo era largo y aburrido. Traté de adivinar que había en ese sobre papel madera. No eran drogas. Lo ponía a la luz, pero no podía sacar ninguna pista. No aguanté más la curiosidad, y lo abrí cuidadosamente.

Había unas fotos. Eran chicas, una más hermosa que la otra, posando, algunas desnudas, otras muy sugerentes en fotos numeradas de 1 a 15. No había datos, pero calculaba que ninguna debía superar los quince años.

Me llamó mucho la atención la chica de la foto 7. No era la más linda. Tenía unos ojos café normales que no podían competir con los de las otras chicas; uno de ellos estaba semitapado por un mechón de pelo castaño oscuro. Estaba mirando de reojo a la cámara, levantándose apenas una falda escocesa de colegio católico que sugerían unas piernas flaquísimas, muy endebles. Su actitud no era desafiante, ni sumisa. Tuve la sensación, simplemente, de que era la única que no quería estar ahí. Era tan natural, tan…mía.

Primero se me ocurrió robar la foto, después se transformó en un impulso casi irresistible. Estaban numeradas. Hubiera sido muy fácil descubrirme. Se me cruzó por la cabeza la imagen de Juan Bautista, un compañero, con la mano derecha ensangrentada, gimiendo de dolor, mientras le decían que si no paraba de gemir perdía otro dedo. Callado, apretando lo más fuerte posible su mano, las lágrimas no salían de sus ojos: explotaban en ellos. Se me escapó un llanto breve que casi me revienta las sienes, y guarde las fotos, tratando de disimular lo mejor posible que el sobre había sido abierto.

Me bajé del colectivo y a lasa pocas cuadras, empecé a arrastrar los pies por el barro, tratando de cruzar el límite de dos mundos. No me quejo. Es natural que sea un esfuerzo. Las casas se distribuían sin criterio, sin lógica aparente; los colonos habían clavado su bandera y declarado como propio este territorio casi tan virgen como la luna. No me irritaba recorrer los caminos sinuosos que esquivaban alguna propiedad caprichosamente instalada, y ver que cuando terminaba el trazado evasivo me encontraba casi en el mismo lugar que si la casa no estuviera. No, no me molestaba: sin aquellas casas me hubiera perdido. Nunca conviene perderse; mucho menos, en los lugares que se conocen. Tarde aprendí esa lección.

Segundo estaba en el sentado en el jardín de su casa; era una de esas casas que tienen el jardín adelante. Toco el timbre, seguro de que me vio, pero es necesario cumplir con el ritual.

-Lydia, atendé – gritó con su voz agrietada.

Nadie responde.

- ¡Lydia!

- Ahí voy, ahí voy.

Lydia se acercó a abrirme cansinamente. No la había visto nunca; debía ser nueva. Mejor dicho, nueva como empleada; estaba lejos de dar el aspecto de algo nuevo: el pelo parecía haber sido arrasado por un huracán y la minifalda dejaba entrever carnes muy gastadas, sobadas; de hecho, tenía marcas y moretones. Me lo imagino al viejo, con la pobre chica transformada en mujer a las trompadas, manoseándole las piernas y las nalgas con fruición, no pudiendo alcanzar nunca lo que quería de su fetiche favorito, a pesar de sus esfuerzos por manosearlas y manosearlas con mortal desesperación. Las chicas de Segundo siempre tenían la obligación de mostrar las piernas; tal vez les exigiera poco más de sus vidas.

Me abrió la puerta; se dio vuelta y volvió a la casa. Sin mediar palabra, le di el sobre a Segundo. Abrió el sobre, sacó las fotos, y miró cada una por dos o tres minutos. Después de cuarenta y cinco minutos en los que yo estuve parado frente a él con mi mejor cara de póker, me dijo:

- Decile a Miriam esto: la tres, la siete y la quince. Ahora andate.

En el colectivo yendo para lo de Miriam, le daba la vueltas al asunto, una y otra vez. ¿Por qué la siete? Las otras no me interesaban, pero la siete era algo especial, no era especialmente atractiva, ni siquiera lo poco que mostraba parecía adivinar un tesoro más importante, por lo menos, para los fines para los cuales Segundo y la depravada de Miriam la querían. Me sentía condenado por el destino. Aquella María que iba a interceder por mí ante Dios posta (no el Dios que había inventado un viejo cochino y enfermo; tan enfermo, tan cochino, que casi es inmortal) para que mis pecados sean perdonados y para hacerme ascender a la gracia divina, permitirme elevarme por sobre las cabezas de esta sociedad patética y poder mirar a todos sobre el hombro y que me envidien, y que me den ofrendas los hombres y mujeres de buena voluntad; la lugarteniente de Dios iba a ser llevada a lo más bajo del submundo de los topos, donde unos con otros se chocan intentando llegar a algún lado pero permaneciendo siempre en el mismo lugar y de esa manera se encumbraría el más devastador sacrilegio. No me quedaba más que permanecer impávido mirando cómo me quedaba sin mi María llena de gracia. Y ahí sí lloré fuerte y desesperadamente, ocultando la cabeza entre las manos para no llamar la atención de los idiotas, y no me importó si mis sienes estallaban. El fuego ya abrasaba todo en mí; hasta las cenizas se volvían a encender. Me eché la culpa de contagiarme de aquel fuego que destruía los cimientos de esta puta ciudad, de aquel puto suburbio, de aquella puta Lydia. Ya me sentía cansado de sentir.