domingo, 28 de marzo de 2010

Poemas televisivos (Tercera entrega)




Cómo amo a Joaquin Phoenix en El bosque.
Cómo desearía que me venga a salvar
de los jabalíes esos con capuchas rojas.
Tan calladito y pensativo.
Pero tan valiente.
Y yo ser su cieguita, indefensa, enamorada de él.
Extender mi mano hacia la nada,
y que el la tome y me lleve bien lejos,
a salvo de los jabalies con capuchas rojas.



Steve Mc Queen

viernes, 26 de marzo de 2010

21

vino y fuimos
al picnic en el campo, ora arado
                              
                                horadado

con rosa miel, cardo miel, aloe miel, zumba miel y miel y más miel y

fue la gula de una abeja diminuta
la que casi roza la granada dorada
                            de mi tierno sueño.

Peter Forsberg

jueves, 18 de marzo de 2010

El animal asustado

            Dejé la ciudad por la noche, muerto de frío. Llegué al amanecer, cansado. Me detuve ante la puerta y observé aquellos barrotes ascendiendo por sobre mi cabeza, la niebla no me dejó ver cuán alto subían. Todo era silencio, salvo por el tenue zumbido del motor de la camioneta que me había llevado hasta allí, ahora perdiéndose por el horizonte. Al otro lado de la ruta alcancé a ver un grupo de vacas, atrapadas en la niebla. Luego volví a contemplar el predio enrejado frente a mí. No parecía haber ninguna otra edificación cerca. Pensé que si permanecía allí por mas tiempo mis ojos se congelarían. Entonces abrí aquella gran puerta enrejada, las bisagras rechinaron, indicio de que no se abría muy a menudo. ¿Era ese el lugar que mi padre había dicho?
            Caminé por el sendero con mi mochila al hombro, temblando. Una gallina surgió de la niebla, miró en todas direcciones, desorientada, luego volvió a perderse en la bruma. Al cabo de cinco minutos un caserón se materializó al final del camino. Era un construcción antigua, dos pisos, muchas ventanas, paredes mohosas y el techo de tejas. Llamé a la gran puerta de roble con cuatro golpes secos. Me froté las manos, vi el vapor salir de mi boca. Un sujeto viejo, trigueño, con la cara llena de vetas, abrió y preguntó qué se me ofrecía. Siguiendo las indicaciones de mi padre, pregunté por el Doctor Guanon. El sujeto me invitó a pasar, dijo que avisaría de mi presencia al Doctor y desapareció de mi vista. Observé el lugar. Había una estantería llena de libros, todos con idéntica encuadernación. El polvo parecía descansar sobre ellos. El polvo estaba sobre todas las cosas, en todas partes, también en el aire, de hecho uno podía respirarlo. El frío se sentía tan fuerte como afuera. Llamó mi atención un hogar, en una esquina, sin fuego ni leña con qué prenderlo. Temblé más.
            El sujeto de la cara veteada regresó y dijo que el Doctor me esperaba en otra habitación, que lo siguiese. Atravesamos la cocina, luego un gran salón comedor con una larga y robusta mesa en el centro, y finalmente llegamos a una sala de juegos. Había una mesa de pool con los palos atravesados sobre el paño, un blanco con tres dardos clavados y un sapo de hierro. Un hombre estaba sentado en un sillón de terciopelo rojo gastado. Tenía los cabellos canos peinados hacia atrás, un bigote tupido también canoso y las orejas rojas y grandes. Era flaco, con piernas larguísimas. Vi su mano sujetar el bastón, sus dedos parecían más largos de lo normal. Al verme se levantó, caminó hacia mí y me tendió la mano. Irradiaba un ímpetu avasallador. Era un viejo macizo y me llevaba una cabeza.
           - Enrique Guanon- dijo.
           - ¿Doctor Guanon?- dije, inhibido, mientras le estrechaba la mano.
           - El mismo...
           - Rogelio Álvarez me manda. Es mi padre.
           - ¿Rogelio Álvarez? No me suena.
           - Contador, de Buenos Aires. Habló con usted por teléfono, hace una semana. Usted le dijo que podía atenderme.
           - Sigo sin recordarlo pero puede ser. Rogelio Álvarez, contador. Puede ser. De todas formas usted está aquí. ¿Cómo se llama?
           - Rubén Álvarez.
           - Bien. Cuénteme Rubén. ¿Qué le pasa?
           Se lo conté despacio, toda la historia, lo mejor que pude. Me escuchó con la cabeza gacha, sosteniendose con el bastón. Me quedé con la sensación de que no entendió mucho. Hasta yo no entendía. ¿Realmente estaba enfermo? Para mi padre no había dudas. En cambio, para los muchachos del taller yo estaba bien, más que bien, era una fuente de inspiración. Yo no sabía qué pensar. Nunca sabía nada. Finalmente, el Doctor dijo que podía ayudarme. Me relató la historia completa y detallada de todos los casos similares en los que le tocó participar. Habló de estadísticas, de probabilidades, de diferentes tratamientos. Supuse que con eso quería tranquilizarme pero mas bien logró lo contrario. Me sentí como una variable dentro de su esquema mental. Un cuerpo intrascendente a punto de ser analizado y clasificado. Luego el Doctor calló. Me fijé en un hogar, tras la mesa de pool, donde tampoco había fuego ni leña.
            - ¿Se puede prender los hogares?- me animé a decir- Tengo un poco de frío.
            - Imposible- dijo- la leña está húmeda. Pero no se preocupe, al mediodía, cuando suba el sol, estará más cálido. Mientras tanto me gustaría mostrarle mi granja. Si nos movemos tendremos menos frío. ¿Le parece bien?
            - Me parece bien.
            Despues dijo al sujeto de la cara veteada que acondicione una habitación en la planta baja para mí y que lleve allí mi mochila. Acto seguido me explicó que los cuartos para huéspedes se hallaban en la segunda planta, pero permanecerían cerrados hasta que acuda el fumigador y acabe con la plaga de cucarachas. Pregunté si en la planta baja también había cucarachas, sobre todo en la cocina. No, sólo en la planta alta, excepto en mi dormitorio, allí no entran, dijo. Pregunté cuantos pacientes había en la casa. Solo usted, dijo.
            Me llevó a conocer sus vacas. Las observé pastar mientras él comentaba cómo las había obtenido. Una la había comprado muy barata debido a que el dueño anterior pensaba que estaba enferma. Otra fue un regalo retributivo de un favor a un personaje poderoso de la zona. Otra fue robada a un viejo rival. No pensaba sacrificarlas ni ordeñarlas. No comerciaba con ellas. Cuidaba que tuviesen suficiente pasto qué comer y agua qué tomar. Y, una vez al día, las observaba. Nada más. Después entramos al establo. Allí tenía cuatro caballos. Uno de ellos no estaba domado y al notar nuestra presencia se enfureció y comenzó a agitarse y a erguirse sobre sus patas traseras. Foucualt era su nombre. El Doctor lo había encontrado perdido a la vera de la ruta. Se necesitaron seis hombres para llevarlo al establo. El Doctor quería convertirlo en un caballo de carreras. El animal continuó relinchando, iracundo. Vi como el Doctor retrocedió un paso, intimidado. Dijo que era mejor que salgamos, no sea cosa que se suelte de sus amarres. Abrió la puerta y salió, mantuvo la puerta abierta para que yo saliese pero permanecí unos segundos dentro. El caballo se había calmado. Luego el Doctor me dijo vamos y yo salí.
            Entonces fue cuando me invitó a conocer los chiqueros. Sentí una ligera conmoción pero no me animé a rechazar la invitación. Pensé que, al fin y al cabo, solo serían unos minutos. Nada grave. Seguí al Doctor por un sendero sinuoso. Tras una breve caminata, divisé los corrales, entre la niebla. Y comencé a sentir aquel hedor inmundo. No había forma de escaparle, estábamos completamente inmersos en él. Cuando llegamos, el doctor se acodó a las vallas de madera. Yo permanecí unos pasos detrás, aturdido. No entendía como un ser humano decente podía criar chanchos. Allí estaban esas criaturas repugnantes, con ese hábito de vida tan mundano, revolcándose en el fango y comiendo de él, sucios, gordos y desnudos, emitiendo ese sonido detestable. El Doctor me hablaba de ellos, su voz parecía provenir de un pozo muy hondo. Lo veía señalar a cada uno y era como estar viendo una vieja película filmada en súper ocho. Había tres de esas criaturas en el corral. Una hembra gigante de color negro sarnoso, un macho rosado medio idiota y un pequeño macho de color blanco con una oreja cortada. Observé a este último, detenidamente. Él también me observó. No desviaba la vista, miraba fijo, el muy grosero. Miré al Doctor a ver si se percataba de semejante falta de respeto, pero el viejo seguía con su relato, como si nada. Y el chancho me miraba, desafiante. Y entonces comenzó a burlarse de mí, de mi enfermedad, de mi padecimiento. Allí, en el fango, mofándose de mí y de mi vida desgraciada. Miré al Doctor esperando una reprimenda. Sin embargo, el viejo hizo caso omiso, continuó hablando. Pensé en estallar ahí mismo y hacer una escena, pero desistí tras pensarlo unos minutos. Pelear con el Doctor no hubiese sido bueno para mi tratamiento. Me calmé, pensé en otra cosa. Luego abandonamos los chiqueros, el Doctor me llevó a conocer a su toro campeón.
            Cuando finalizó el recorrido por la granja entramos en la casa y el Doctor me llevó con uno de sus ayudantes, un sujeto muy parecido al otro pero casi sin pelo y una gran cantidad de manchas hepáticas en la cabeza. El doctor le pidió que me enseñe mi habitación y luego se despidió recordándome que en dos horas me esperaba en el comedor para almorzar. Seguí al sujeto hasta mi habitación. Al entrar sentí un fuerte olor a amoniaco. Había un catre en un costado, con mantas y frazadas dobladas encima. Sobre la otra pared había un pequeño armario. Eso era todo. El lugar no tenía ventanas ni ventilación alguna. Las paredes ni siquiera estaban pintadas. Fui hasta el armario y lo abrí. Allí estaba mi mochila. Agradecí al sujeto de las manchas hepáticas y luego le pregunté a que se debía tanto olor a amoniaco. Dijo que ese cuarto normalmente servía para almacenar productos de limpieza, escobas, palas, esas cosas. No pregunte más. El sujeto se despidió. Me senté en el catre junto a la pila de mantas y frazadas. Pensé en el incidente ocurrido en los chiqueros, en la reacción del Doctor. ¿Porqué no hizo nada? ¿Era posible que él y el chancho estuviesen complotados? ¿En qué manos estaba?
            Se hizo la hora del almuerzo. Fui al comedor. Allí, sentado a la gran mesa, estaba el Doctor. Me invitó a tomar asiento. Un ayudante entró cargando la bandeja con la comida, no era ninguno de los dos que ya había conocido antes pero era muy parecido. Cuando se fue pregunté al Doctor si todos sus ayudantes tenían algún parentesco entre si. Ninguno, dijo. Comimos un bife con arroz, tomamos agua y vino tinto. Luego comenzó a hablar del pueblo donde nació y vivió su infancia. No paraba. Estaba evitando el tema. Entonces lo interrogué sin más dilaciones.
            - ¿Qué pasa con aquel chancho?- dije.
            - ¿Cuál?- dijo.
            - El que vimos hoy a la mañana en el corral. El de la oreja cortada.
            - ¿Quiere comprarlo?
            - No.
            - Si quiere comprarlo podemos charlarlo. Aunque todavía es muy pequeño.
            - No quiero comprarlo.
            - Bueno, piénselo. Hablaremos en estos días.
            Luego cambió de tema y habló de su larga y aburrida carrera científica. Investigaciones, congresos, conferencias, premios. Me contó todas las anécdotas, cada detalle. Llegó a hablarme de su época en la facultad. Yo lo escuché, desconfiado, hasta que no aguanté más y pregunté:
            - ¿En qué consistirá mi tratamiento, Doctor?
            - Bueno, eso dependerá del diagnostico. Esta tarde lo revisaré y sabremos qué tratamiento aplicar. Usted quédese tranquilo.
            El almuerzo terminó, regresé a mi cuarto. Extendí las mantas y las frazadas sobre el catre y me acosté. Unas horas después vino a buscarme uno de los ayudantes. Dijo que el Doctor me esperaba en el consultorio, me guío hasta allí. El Doctor estaba sentado sobre el escritorio. El ayudante saludó y se fue. El Doctor me preguntó si había podido descansar. Sí, mentí. Me invitó a acostarme en la camilla. A mi lado había una máquina de mi estatura, de color blanco, con algunos circuitos a la vista. El Doctor manipuló unos brazos mecánicos que surgían de la máquina hasta ponerlos sobre mi cabeza. Apretó algunos botones. Cierre los ojos, dijo. Apretó mas botones, la máquina pareció ponerse en funcionamiento. Yo veía un destello rojo inundar mis párpados. Mientras tanto el Doctor me explicaba las virtudes de aquella máquina. Dijo que era lo último en el mercado, muy precisa, mas bien exacta. Era el resultado de un esfuerzo conjunto entre la ingeniería y la medicina. Una maravilla de la ciencia. Había aprendido a manejarla en Suecia hacía medio año. A mí no me importó. Solo quería volver a mi habitación y dormir hasta el otro día. La máquina emitió un pitido y el destello rojo cesó. Terminamos, dijo el Doctor, mañana por la mañana tendré los resultados.
            En mi cuarto, apagué la luz y me metí bajo las mantas. Era más de medianoche. Di vueltas en la cama, buscando la posición. Me tumbé boca abajo y así permanecí por lo menos una hora. No lograba dormirme. Sentía el frió en el cuello y las orejas. Di más vueltas en la cama, lo intenté de costado. Sentí el cansancio en mi cuello y en mis párpados. Entonces escuché un sonido grotesco. Era el gruñido de aquel chancho. Estaba del otro lado de la puerta. Tuve miedo. ¿Qué tan despiadado había que ser para salir del corral e ir a la puerta de mi habitación solo para molestar? Escuché otro gruñido. Me levanté y fui hasta la puerta. Abrí. No estaba allí, había escapado. Mis pies se congelaban. Cerré la puerta y volví a la cama. Miré el techo, alterado. Intenté tranquilizarme. Entonces escuché otro gruñido, más fuerte que los otros, un insulto descarado hacia mi persona. Me levanté de un salto y abrí la puerta. No había nada. Recorrí el pasillo, asomé la cabeza por la esquina, nada. Era muy rápido, sin dudas. Volví a la cama. Tras pocos segundos de serenidad, otro gruñido. Decidí no darle importancia, dormiría igual. Que gruñese cuanto quisiese. Y así lo hizo. Toda la noche. Recién pude dormir al amanecer. Fue un breve sueño febril.
            Me desperté con el sonido de golpes en la puerta. Grité que podían pasar. Golpearon otra vez. Volví a gritar. Más golpes. Está abierto, grité. Nadie entró. Me levanté y abrí. Era el Doctor Guanon.
            - Tengo los resultados de los análisis- dijo.
            Leyó el informe en voz alta. No entendí mucho. Dijo varios nombres técnicos, me hacía falta una explicación. Sin embargo hubo algo que sí entendí. Según el informe yo había perdido el don del habla. Es un error, dije, pero el Doctor hizo como que no me escuchó, continuó leyendo. Agité mis brazos para llamar su atención. Comencé a hablarle, le hablé del frío que había sufrido en la noche. Me puse frente a él de modo que pudiese ver como mis labios se movían. No hizo caso. Se acercó a mí y puso una mano en mi hombro. Encontraremos la cura, dijo, tranquilo. Luego se fue. Qué indignación. ¿Hasta ese punto el chancho influía en las decisiones del Doctor? Me vestí y salí del dormitorio. En la cocina encontré a uno de los ayudantes cortando cebolla sobre una tabla. Podría comer algo, pregunté. Continuó cortando. Lo toqué en el hombro, levantó la cabeza. Podría comer algo, le repetí más fuerte. Se quedó ahí, viéndome. Le grité. Puso cara de asombro. ¿Me escucha?, dije, pero él siguió callado, con la misma cara de asombro. Dejé de intentarlo, fui a buscar otro ayudante. Salí de la casa y caminé hasta el establo. Dentro encontré a un ayudante alimentando los caballos. Foucault estaba tranquilo. Me acerqué al ayudante y le hablé del clima. Ni se inmutó, me daba la espalda. Le toqué la espalda. Volteó. ¿Me escucha?, pregunté. No dijo nada. Entonces comencé a gritar. Grité poseído y desesperado. Foucault se inquietó. El ayudante se quedó mirándome, atónito. Continué gritando desaforadamente. Entonces Foucault perdió la calma por completó. Estaba alterado, moviéndose cuanto podía, irguiéndose en sus patas traseras, desquiciado. El ayudante intentó calmarlo, pero yo continué gritando. Foucault comenzó a patear las tablas de madera que lo aprisionaban. Finalmente derribó una y se abalanzó fuera, rompiendo sus amarres. El ayudante se tiró al piso, apartándose de su camino. Aproveché su distracción para abrir la puerta del establo. El caballo escapó por allí. Después de unos segundos el ayudante se levantó y corrió afuera.
            Emplearon toda la tarde para capturar al caballo. El Doctor estaba muy preocupado por ello. Así era mejor. Aproveché para abordarlo en su habitación. Estaba en su escritorio. Tomé asiento y dije:
            - Doctor, yo puedo hablar perfectamente.
            Se quedó viéndome. Entonces tomé una lapicera y un papel del escritorio. Puedo hablar perfectamente, escribí. Me temo que eso no es posible, dijo, la máquina no se equivoca. Revíseme usted, escribí. De un cajón sacó un estetoscopio. Se acercó a mi y me auscultó. Luego pidió que abriese la boca, observó dentro. Venga, dijo. Lo seguí hasta una habitación en la planta baja. Allí había una máquina de rayos equis. Acuéstese, dijo, sáquese la ropa y todo accesorio metálico. Lo hice. La máquina pasó su luz sobre mi torso y mi cabeza. Ahora espéreme en el comedor, dijo, ya le llevo los resultados. Fui al comedor y allí esperé, unos veinte minutos. El Doctor apareció, radiografía en mano. Mire, dijo, estas son sus cuerdas vocales, están completamente atrofiadas, note esto de aquí, no es normal, es imposible que usted pueda hablar, pero no se preocupe, hallaremos la solución. Se equivoca, dije. Luego le hice señas de que necesitaba algo con qué escribir. Me dio lapiz y papel. Usted se está dejando dominar por el chancho, escribí. ¿Qué chancho?, dijo. El de la oreja cortada, escribí. ¿Todavía quiere comprarlo?, dijo. Otra vez esquivaba el tema, no había caso. Enfurecí, comencé a insultarlo a viva voz. Notó la crispación en mi rostro, se acercó a mi y me tomó de los hombros. Cálmese, dijo. Me calmé. Después llamó a un ayudante y le dijo que me haga un té mientras él preparaba la máquina para hacerme otra revisación. Me senté a la mesa del comedor. El ayudante no tardó en traer el té. Era horrible pero estaba caliente, lo tomé todo. Luego el ayudante me invitó a acompañarlo hasta el consultorio del Doctor. Allí me recosté sobre la camilla. El proceso fue similar al anterior, solo que esta vez el brazo mecánico recorrió todo mi cuerpo con esa luz roja. Mañana por la mañana estarán los resultados, dijo el Doctor. Idiota, murmuré y me fui.
            Se hizo de noche. Me metí bajo las mantas. Comencé a sentir el cansancio. Entonces escuché un gruñido. Luego otro. Y otro. De mi mochila saqué un pan que había guardado por la tarde. Extraje la miga, hice dos bolitas y tapé mis oídos. Volví a acostarme. Fueron diez minutos de calma hasta que escuché otro gruñido. Y otro. Y otro. Cesaron al amanecer. Aún así no pude dormir de lo perturbado que estaba.
            Golpearon la puerta. Pase, grité. Golpearon otra vez. Pase, volví a gritar. Me disponía a levantarme cuando el Doctor Guanon entró. Buen día, dijo, ¿cómo durmió?. No contesté. Aquí tengo los resultados, dijo, lamento decirle que no son nada buenos. Leyó el informe y al terminar dijo:
            - Eso quiere decir que usted está inmovilizado del cuello para abajo.
            - ¿Cómo?- dije.
            Me levanté y caminé en círculos para probarle que no sufría de ninguna inmovilidad, pero él permaneció con la mirada fija en el catre. Salté, me agaché. Nada, seguía viendo al catre. Entonces lo tomé y lo zamarreé. En ese momento entró como en un trance. Cuando dejé de zamarrearlo volvió en si y continuó mirando al catre, como si nada hubiese pasado. Lo siento, dijo al catre, llamaré a mis colegas a ver qué podemos hacer, es un caso entre miles. El chancho está detrás de esto, pensé. Era evidente, el Doctor le hacía caso en todo. ¿Cómo alguien podía confiar en un ser con tantos nombres como el demonio? ¿Qué clase de imbecil se deja persuadir por un comemierda?
            Me vestí, deje la habitación y fui hasta los chiqueros. Allí estaba el chancho, junto a los otros dos. Me las iba a pagar. Salté las vallas y hundí mis pies en el lodo. Los animales se alejaron cuanto pudieron. Corrí tras el chancho de la oreja cortada. Se escabulló. Resbalé y caí. Mis ropas se ensuciaron con aquel barro mezclado con mierda, emanaban un olor nauseabundo. El chancho comenzó a burlarse de mí. Fui tras él. Lo tuve entre mis manos pero se zafó. Quería quebrarle el cuello, de principio. El chancho gruñó, provocándome. Fui a la carga una vez más. No pude sujetarlo. Era su terreno, sabía como moverse. Me di cuenta de que no tenía ninguna oportunidad. Entonces un ayudante se acercó al corral, seguramente atraído por la exaltación de los animales. Ni me registró. Al parecer, todos se negaban a verme en una situación diferente a la de estar acostado en aquel catre. Le llamé la atención con mis manos. Continuó mirando a los animales, absorto. Salí del corral y me paré a su lado. Lo empujé. Cayó al piso y allí permaneció unos instantes, con los ojos abiertos. Parecía alienado. Entonces se incorporó maquinalmente y volvió a la posición en que estaba antes. Y siguió ignorándome. Finalmente me resigné y regresé a la casa, inmundo y derrotado.
            En el cuarto me cambié de ropa. Luego llevé la ropa sucia al lavadero. ¿Serían capaces de verla allí? Ya ni me importaba, solo quería dormir. Regresé al cuarto y me metí bajo las mantas. Me puse de costado, luego boca abajo y, al cabo de unos minutos, logré dormirme.
            Cuando desperté el Doctor estaba sentado en el catre junto a mí, mirándome con cara de pena. Hizo unas anotaciones en una planilla. Me incorporé para poder leerla. Era el informe sobre mi salud. Según él yo había muerto mientras dormía. Qué estupidez.


Noúmeno

martes, 16 de marzo de 2010

Poemas televisivos (Segunda entrega)




Brad Pitt y Angelina se están separando.
En buenos terminos, dicen.
Ninguno de los dos quiere escandalos.
Puede uno creer que todo haya terminado?
Con toda su filantropía
y los chicos africanos adoptados
y sus donaciones y campañas.
Ellos dos, ahí, en la alfombra roja,
vestidos por diseñadores,
iluminados por los flashes,
sonriedo.
Todo terminó.
Ahora qué, Angelina?
Existe algo después de Brad Pitt?




Steve Mc Queen

viernes, 12 de marzo de 2010

Storm Over Europe

En 1908, un muchacho de un "semi-salvaje" país americano llega a Londres. Su principal objetivo: conocer a Yeats. Era un poeta, pero absolutamente desconocido, y entre 1908 y 1909 busca ganarse un lugar en los círculos literarios ingleses.
  En 1909, le llegan rumores de que Yeats lo leyó y hablaba bien de él. Pero su entrada trepidante en la movida literaria inglesa se da cuando Hulme lo invita a recitar algunos poemas en el café Tour Eiffel.
Causó una fuerte impresión en la audiencia, tan sólo a simple vista: Un tipo alto de tupida barba roja que evidentemente era extranjero con un saco igual al que le vio una vez a Yeats, pero lleno de remiendos por ser una de las pocas cosas que poseía.
  Declamó Sestina: Altaforte. Después de la primera estrofa, se sumió en un meditativo silencio; silencio que estalló en un Damn it all! espeluznante. Las mesas y las ventanas vibraron con el estruendo, y la gente que esperaba una tarde poética relajada y snob, observaba al linyera aferrada a sus sillas presa del espanto y congeladas por la sorpresa.
  La sesión de poesía se terminó cuando llegó la policía debido a la llamada de un vecino, que pensó que se estaban produciendo desmanes.

La fama de Ezra Pound empezaría a extenderse.

audio: http://media.sas.upenn.edu/pennsound/authors/Pound/1939/Pound-Ezra_01_Sestina-Altaforte_Harvard_1939.mp3

martes, 9 de marzo de 2010

Deforme

            Ya estoy recuperado. O casi. Jamás llegué a ser el que era antes de conocerla. Pero estoy bien. Creo.
            La conocí en el taller de escritura de la facultad de filosofía. Yo y muchos otros acudíamos porque estábamos solos y aburridos. Nadie allí tenía amigos. Ni pareja. Muchos eran viejos. Otros estaban locos. Entregábamos nuestros escritos, el profesor los leía en voz alta y luego los criticaba. Destrozaba a muchos. Yo, en cambio, recibía grandes halagos. Algunos compañeros, al final de la clase, me encaraban para hablar maravillas de mis cuentos. Yo no les creía. Para mí eran basura, mis cuentos. Basura que podía mejorar con mucho esfuerzo, pero basura al fin. Lo que no era basura era lo que se estaba gestando en mi cabeza. Tenía una novela en ciernes. Una obra maestra. Pero aún no había encontrado el momento de escribirla.
             Ella jamás había entregado un escrito. Se sentaba unos bancos mas a la izquierda del mío y escuchaba. Escuchaba los cuentos y las criticas del profesor. Y me miraba. Me miraba cada vez que podía. Yo sentía su mirada, insistente. Después de clase, la abordé y la invité a salir. Se llamaba Carla.
           En el bar, pedí una cerveza. Ella pasó de la cerveza y pidió un agua. Nos mantuvimos en silencio hasta que el camarero trajo las bebidas. Entonces dijo:
           - Mirá. Antes que nada, tengo que decirte algo. Tengo una malformación vaginal. ¿Ok?
           - Ok- dije.
           - ¿No te molesta?
           - No. Supongo que no.
           - Ok. Te lo tenía que decir. Espero que no te haya parecido muy pronto.
           - No, está bien.
        Después me habló de su vida. Tenía un buen puesto en una empresa telefónica. Era encargada de las relaciones internacionales o algo así. Asumí que ganaba bien. Tenía treinta y cinco años. Aun vivía con su madre. Luego comenzó a halagarme como escritor. Decía que yo iba a llegar muy lejos, que tenía que seguir escribiendo. Cambié de tema. Le pregunté sobre literatura, a ver qué le gustaba. De hecho, la había invitado a salir por eso; quería alguien con quien poder hablar sobre libros. Pero la cosa no funcionó. Ella leía a Dan Brown, mientras yo leía a Umberto Eco. Ella leía a Allende, yo a Bolaño. De todas formas, supe como llevar la cita y, cuando terminé mi cerveza, la besé.
           En toda la semana siguiente no paró de atosigarme con mensajes de texto, mensajes en el msn y llamadas que nunca atendí. Me enviaba postales electrónicas diciéndome lo importante que yo era para ella, diciéndome que conmigo había encontrado el amor ¡Sólo nos habíamos visto una vez! Al amanecer, me despertaban sus mensajes de texto. Encendía la computadora y allí estaban sus mails. Al anochecer, me mandaba un mensaje de texto para que le de las buenas noches. Yo siempre le respondía. No quería romperle el corazón. Y sobretodo, no quería que piense que no le respondía a causa de su malformación. Pensé en ello. Me preguntaba qué era lo que tal malformación implicaba. ¿Podía tener sexo? ¿Y si podía, cómo sería? ¿Iba a poder excitarme?
            En la segunda cita fuimos al mismo bar. Yo volví a pedir una cerveza y ella volvió a pedir un agua. Me contó cómo estuvo su semana. Luego se disculpó otra vez por haberme contado tan prematuramente lo de su malformación. Dijo que se había animado a decírmelo debido a que yo era un ser muy especial para ella. Como sea, pensé. Le conté un poco sobre mi vida, sobre las cosas que había leído en la semana y sobre las cosas que había escrito. Pedí otra cerveza. Esta vez, ella me acompañó. Cuando la acabamos, la besé y la invité a un telo. Aceptó.
            Una vez acostados, le saque la ropa poco a poco. Procuré besarla en abundancia, en la boca, en el cuello. Le desabroché el corpiño y le besé los pechos. Ella, a su vez, me desvistió, despacio. Finalmente, quedé desnudo. Ella aún tenía la bombacha puesta. Me di ánimos y se la saqué. Allí estaba. No pude evitar permanecer unos segundos observándola. Era como una segunda capa de labios, posada sobre los labios normales, pero mas gruesos y mas extensos, como dos aletas rosas saliendo de allí dentro. Miré mi pene. Estaba semi-erecto. Ella lo tomó y me masturbó hasta que se endureció por completo. Entonces la penetré. Salvo por una mayor rigidez de la pared vaginal, se sentía igual que todas las otras, húmeda y caliente. Di algunas embestidas y luego ella me recostó en la cama. Se puso encima de mí y comenzó a hacer unos movimientos extraños. En realidad, casi ni se movía. Era como si estuviese empollándome la pija. Solo hacía un pequeño vaivén con la cadera. Y me miraba, concentrada. Ningún gesto de placer. Seria. En algún momento fingí el orgasmo y la aparté de encima. Ella tampoco acabó.
            Los mensajes y las llamadas siguieron. Y las declaraciones de amor. De amor y compromiso. Ella estaba totalmente entregada. Yo no sabía bien como reaccionar. Respondía las declaraciones de amor con otras similares y no le quitaba las esperanzas de compromiso. Por aquellos días me mandó algunos de sus cuentos. Dijo que pocas personas habían tenido la oportunidad de leerlos, personas de confianza. Los leí. Más de una vez. Quería estar seguro de lo que pensaba sobre ellos. Finalmente, no me quedaron dudas. La mina tenía el intelecto de un pato electrocutado. Cuando me preguntó, le dije que estaban bien, que siga así.
            Continuamos viéndonos. Y seguimos cogiendo. Más de lo que yo hubiese deseado.
            Unos cinco meses después dijo que se iba a vivir sola. Estaba buscando casa. Me invitó a vivir con ella. Dijo que ella lo pagaba todo. Que yo me podía dedicar a escribir. No se, dije. Lo digo en serio, quiero hacerlo, dijo ella. Por esos momentos yo ya no la soportaba más. Era el tope de mi resistencia. Estaba casi decidido a dejarla. Pero me dijo eso y lo pensé. Pensé en el tiempo libre. Todo ese valioso tiempo libre para dedicarle a mis escritos. Todo aquel tiempo libre para escribir mi novela, mi obra maestra. Sin tener que cumplir horarios ni tener que lidiar con un retrasado que me de ordenes. Ella se hacía cargo de todo y yo me podía dedicar a escribir. Sin más preocupaciones.
            Al otro mes nos mudamos. Era un tres ambientes en Palermo. Había espacio de sobra. En uno de los ambientes, Carla instaló mi estudio. Un escritorio, la silla y la computadora. Solo para mí. En otro estaba el dormitorio, con el armario grande, la cama de dos plazas y el televisor.
            Carla partía para el trabajo a las diez de la mañana. Yo me levantaba después del mediodía y encontraba el almuerzo preparado. Solo tenia que calentarlo. Pasaba el día escribiendo mi novela. Mis ideas fluían. Lo estaba logrando. Iba a ser algo grande. Algo muy grande. Al anochecer, Carla llegaba y preparaba la cena. Lo hacía todo. Limpiaba la casa. Lavaba mi ropa. Hacía la cama. Ordenaba. Me compraba cualquier libro que necesitara. Me compraba ropa. Pagaba los servicios. Todo. Y me daba una mensualidad. Después de comer, me pedía leer lo que había escrito. Entonces yo lo imprimía y se lo daba. La dejaba leer en paz. Luego le preguntaba qué le había parecido y ella se deshacía en elogios, decía que yo era un genio, etc. Yo no le hacía caso. Ella se abalanzaba y me besaba. Mi genio, decía. Y cada noche, antes de dormir, exigía sexo y yo la complacía. ¿Qué podía hacer sino?
            Unas siete noches mas tarde, después de comer, me acosté en la cama y prendí la tv. Hice zapping hasta dar con Crash, de Cronenberg. Carla entró en el cuarto y posó su mano sobre la tv. Iba vestida con su camisón, una remera blanca casi transparente que le llegaba hasta las rodillas. Apagó la luz. Se sacó el camisón. Estaba completamente desnuda. Desnuda e iluminada por la tv. En su carne se reflejaba el brillo y los colores de la imagen de Holly Hunter y James Spader cogiendo en un coche chocado. Vi su cuerpo en forma de pera. De la cintura para abajo su piel parecía plástico derretido, como el de esos tachos de basura que la gente quema en la calle. Vi los destellos de la tv sobre sus rodillas de elefante. No había tomado suficiente alcohol para esto. Entonces pensé en Holly Hunter. Holly Hunter vestida de trajecito, con sus mejillas vírgenes, mirándome. Holly Hunter mostrándome un pecho luego de que la chocara y su esposo hubiese muerto en el accidente. Pero Carla se interpuso entre la tv y yo. Holly Hunter se desvaneció y yo quedé solo, en la penumbra, frente a ese cuerpo. Entonces comencé a oírlo. Era como el sonido de un animal masticando algo jugoso. Provenía de ella, de ese cuerpo, de su vagina deforme. Vi como esas pequeñas aletas rosas se agitaban. O eso me pareció, pues en ese momento la tv casi no emitía brillo. Luego el sonido paró. Carla entró en la cama y comenzó a desvestirme. La noté enajenada mientras me besaba aquí y allá. Terminó de desvestirme, tomó mi pene fláccido y me masturbó. Se me puso dura, ella se colocó arriba y la guió dentro. Me recosté en la cama y la observé. Otra vez hacía esos movimientos, casi imperceptibles, con la mirada seria. Y entonces volví a escuchar ese sonido acuoso. Y sentí un olor que no era el olor vaginal habitual, sino un olor como de parto, el olor de parto de un animal. Aparté la piel que le caía sobre el pubis y vi mi pene engullido por su vagina con aletas. Esos labios sobre desarrollados vibraban emitiendo aquel sonido, cada vez más fuerte. Miré a Carla. Dijo: shhh. Me la saqué de encima, me paré, retrocedí dos pasos y dije: ¿Que está pasando?. Se está despertando, dijo ella. ¿Qué?. Abrió las piernas para que pudiera verlo. Una víbora de carne saliendo de su vagina, embadurnada en un liquido viscoso. En su extremo, los labios se abrían y se cerraban, babeando. Acercate, me dijo Carla. La víbora de carne se erguía como una cobra hipnotizada, emergiendo poco a poco. Acercate, volvió a decir. Di un paso adelante y me arrodillé ante ella. No se porqué hice eso, pero cuando lo hice la víbora de carne se abalanzó y sujetó mi cabeza entre sus labios. Tenía la mitad de mi cabeza dentro de su boca. La sentía succionar como una sanguijuela. Carla gritaba de placer. El tono de su voz no era el mismo. Nunca había gritado así. Subió las piernas a mis hombros mientras la víbora de carne seguía exprimiéndome el cerebro. Carla continuó gritando y agitándose de placer. Finalmente, acabó. La víbora me soltó y yo caí al piso, extenuado.
            Desperté en el piso y Carla ya no estaba. En la cocina, tomé un vaso de agua y permanecí mirando por la ventana, unas dos horas. Las imágenes de la noche anterior estaban allí, rondando, pero confusas. Todo estaba confuso. No podía pensar con claridad. Después volví a la cama y encendí la tv. Hice un poco de zapping y me aburrí. Tampoco tenía ganas de escribir. Así que regresé a la cocina y permanecí mirando por la ventana hasta que Carla llegó a casa. Me saludó con un beso ruidoso, sujetándome de las mejillas. Parecía muy contenta. La observe mientras cocinaba. Cantaba y cocinaba. Comimos. Nos fuimos a la cama. Y volvió a suceder.
            Sucedía por lo menos cuatro veces a la semana, a veces mas, a veces menos. Carla esperaba a que yo acabase para luego apartarse y dejar que la víbora de carne me succionara el cerebro. Otras veces el sexo era normal, o bueno, no era así de extraño, pero Carla jamás acababa en esa forma. Por las tardes, me sentaba frente a la computadora, abría el archivo de la novela y me quedaba allí, petrificado. No sabía cómo continuar. No entendía como yo había podido escribir eso que estaba ahí escrito. Entonces dejé de intentarlo. Ya volvería a tratar mas adelante. Me avoqué a los poemas. Poemas estúpidos. Esos sí que se me ocurrían. Miraba tv y se me ocurría uno tras otro. Todo lo estúpido que me venía a la mente, lo escribía. Estaba descubriendo nuevas fronteras en el campo de la estupidez. Me estaba convirtiendo en el Magallanes de la estupidez.
        No fui más al taller de escritura. No tenía qué llevar. No había escrito nada en seis meses. Y cada noche, la víbora de carne me exprimía el cerebro. Los días los pasaba en la cama. Una cama siempre deshecha y apestando a sudor. Miraba tv y escribía los poemas estúpidos. Solo hacía eso. De vez en cuando, encendía la computadora y leía mis cuentos. Era como leer a otro. Se me había escapado el sentido de muchos de ellos. Entonces volvía a la cama a escribir los poemas. Mas poemas estúpido-televisivos. Hubiese podido empapelar el cuarto con ellos.
            Una noche, Carla volvió del trabajo, cocinó, y mientras comíamos dijo:
            - Hace mucho que no me mostras tus escritos.
            - Cierto- dije- Pasa que no estoy escribiendo mucho.
            - ¿Estas bloqueado?
            - Creo que sí.
            - ¿Nada de nada estas escribiendo?
            - Bueno, si. Poemas.
            - Qué lindo. Quiero leer ¿Puedo?
            Después de comer imprimí algunos poemas, los mejores. Se los llevé a la cama. La deje leyéndolos y me fui a bañar. Cuando salí le pregunte qué le parecieron.
            - Están bien- dijo.
            Solo eso. No hubo el entusiasmo de otras veces, ni los elogios de otras veces. Los poemas estaban bien. Nada mas. Luego Carla se desvistió, me desvistió, cogimos y la víbora de carne se me prendió a la cabeza.
            Dos meses mas tarde ya ni era capaz de escribir los poemas estúpidos. Me despertaba en la cama y allí me quedaba hasta que Carla me llamaba a cenar. No almorzaba. No salía de la casa. Cagaba y meaba, eso sí, y me bañaba, pero cada vez menos. Miraba tv todo el rato. Carla llegaba y yo ya ni le hablaba. En cambio, ella me contaba con lujo de detalles todo lo que había hecho en el trabajo. Todos los chismes, todas las historias, con gran elocuencia. La habían cambiado de puesto y ahora tenía mas tiempo libre para escribir. Y lo estaba aprovechando. Lo estaba aprovechando en grande.
            Al año siguiente, un 6 de abril, publicó su primer novela. El 7 de abril me dejó. Dijo que me podía quedar con el departamento y la tv. Reunió sus cosas y se fue. Mas tarde supe de su relación con un escritor uruguayo en boga. La novela fue un éxito de ventas y de crítica. El nombre de Carla aparecía en las calles y en la televisión. En las revistas culturales la comparaban con los grandes. Entonces compré la novela para ver de qué se trataba. No entendí nada.






Noúmeno

sábado, 6 de marzo de 2010

Poemas televisivos (Primera entrega)




Alguien puede creer que jared leto sea un yonkie?
Los yonkies son tipos feos, sucios, despreciados.
Están ahí tirados en los callejones, en las puertas de las iglesias,
en el frio,
bajo sus mantas apestosas.
Jared leto es un chico del jet set,
con su carita perfecta.
Jamas sería un yonkie
Y la otra. Jennifer Conelly se llama?
Con esa carita de puritana frígida.
Trola?
No me jodan.




Steve Mc Queen

miércoles, 3 de marzo de 2010

Buffalo Bill

Volvemos con e.e. cummings, a riesgo de ser reiterativos.

Buffalo Bill

Buffalo Bill's
defunct
       who used to
       ride a watersmooth-silver
                                  stallion
and break onetwothreefourfive pigeons justlikethat
                                                            Jesus
he was a handsome man
                     and what I want to know is
how do you like your blue-eyed boy
Mister Death

Bueno, lo puse sobre todo por el séptimo verso, que me parece que funciona como pivote. Lo genial es que no tiene exclamación (Jesus!) y eso da pie a la ambigüedad a partir del siguiente verso. Qué sé yo, me pareció cuando lo leí.
Y otra cosa: el sexto verso, super acelerado como un galope, y en el siguiente, un respiro. El cambio de ritmo me pareció muy bueno.
Estoy colgado, pero quizás siga el chino. Bueno, seguramente lo haga: quiero darle una muerte un poco más digna a ese texto.