jueves, 8 de abril de 2010

Lynch

            Era entrar a mi casa y esquivar los objetos que Laura me tiraba. El primero de tantos que arrojó fue un plato, un plato de porcelana blanca, lo tiró como si fuese un freesbe, pasó cerca y estalló contra la pared, una astilla hirió mi mejilla izquierda. Miré a Laura esperando el estallido, los gritos, los insultos, etc, pero nada de eso ocurrió; en cambio, se acomodó en el sillón, prendió la tv y ahí se quedó, calmada. Mas tarde vino a la cama, se acostó y me abrazó. A la mañana siguiente estaba cariñosa y así se mostró cada vez que la llamé desde el trabajo, pero cuando volví a casa por la noche me tiró con una lámpara. Y así continuó. Tiró de todo. Tiró un tacho de basura lleno de cáscaras de fruta, cayó en el palier, las cáscaras se esparcieron por el suelo, algunas cayeron por el hueco de la escalera; tiró una tostadora vieja que ya no andaba, me dio en la panza, me encorvé, caí al piso, sin aire; tiró una máquina de escribir que me había regalado, dio en la pared, hizo un hueco que aún está allí. Si durante el día le preguntaba porqué me tiraba cosas, ella decía que no iba a responder cosas obvias. Decía que yo tenía que saber porqué lo hacía. Entonces me puse a pensar en qué había fallado, cuál era mi culpa. No se me ocurrió nada que ameritase que me arrojen cosas cada vez que llegaba a casa. Aun así continué devanándome los sesos. Pronto me sentí culpable por su despido, más tarde por la muerte de su madre, y aún más tarde por el calentamiento global y el genocidio judío. No había caso, no sabía a qué se refería. Me resigné, seguí mi vida. Por esos momentos, antes de irme por la mañana, recorría el departamento y veía todos los objetos que, a mi vuelta, por la noche, podían significar una amenaza para mi integridad física. Analizaba cada uno y me llevaba el que creía mas contundente. Una vez, entre a casa con el portafolios en una mano y la exprimidora en la otra. Entonces vi como una tabla de cortar fiambre venía hacia mí, rotando en el aire. Me dio de lleno en la frente. Caí al piso, sangré. Terminé en el hospital. Cuando a los siete días me dieron el alta, supe que tenía que irme de esa casa y separarme de Laura, aunque sea por un tiempo. ¿Pero adonde iría? La gran mayoría de las decisiones que había tomado hasta el momento habían resultado equivocadas. Mi criterio estaba enfermo terminal, por lo cual tuve que recurrir al azar. Me subí al coche y manejé. Me olvidé de mi trabajo y de mi familia. Al salir de la ciudad llené el tanque. No importaba donde llegaría, solo quería escapar. Conduje y conduje hasta que, en medio de la ruta, se acabó la nafta. Dejé el coche en la banquina y caminé con mi bolso al hombro. Un cartel anunciaba un pueblo a dos kilómetros: Lynch.
            Anochecía cuando llegué. En la primera casa que vi encontré alojamiento, era una casa de familia. La mujer que me atendió dijo que era poco usual que alguien buscase hospedaje allí, pero que de todas formas podía hacerme un lugar. Era una señora grande y corpulenta, su cintura era tan ancha como sus hombros y sus caderas. Su piel, cubierta de manchas marrones, colgaba por todos lados. Me habló despacio, preocupada porque se entendiese lo que decía. Cada vez que terminaba de hablar balbuceaba algo que yo entendí como: “Oh, no, no es posible”. Se llamaba Dora. Nunca dijo cuanto me costaría la noche y yo me olvidé de preguntar. Me mostró la planta baja, la cocina, el baño. Dijo que vivía con su hijo y con su padre, el abuelo del chico, sus dormitorios estaban arriba. Ella dormía en el sótano, en un catre. Yo dormiría en la alfombra de la sala de estar, una alfombra de lona verde, muy fina. Prácticamente, era lo mismo que dormir en el piso, pero no me importó. Le agradecí y se fue. Esa noche dormí poco. Pasé casi todo el tiempo pensando en Laura. Pensé en llamarla para decirle que estaba bien. Desistí.
            Al día siguiente, temprano por la mañana, ya estaba despierto, aunque mantenía los ojos cerrados. Escuché como a un grupo de personas congregarse detrás de mí. Los oí aclarar sus gargantas. Acto seguido comenzaron a cantar. Sonaban como los gritos de cuerpos enterrados vivos. Pude identificar dos voces de hombre y dos de mujer. Abrí los ojos, me di la vuelta. Vi a Dora junto a un anciano y un niño. El anciano cantaba muy bajo, temblaba. La piel de la frente se derramaba por su cara, cubría sus ojos. Los pelos de sus cejas se disparaban como los bigotes de un gato. Iba muy encorvado, usaba un bastón. El niño cantaba con gran entusiasmo, tenía una voz aguda, un tanto molesta. Daba la sensación de estar tallado en cera. Tenía el pelo muy negro y brilloso, parecía peluca. No logré ver a quién pertenecía la otra voz femenina. Creí escucharla provenir de la estufa empotrada a la pared. Agucé el oído pero justo callaron. Veo que ya está despierto, dijo Dora. Buenos días, dijeron los tres. Buenos días, dije yo. Dora me presentó primero al anciano, su padre. Milton, dijo el anciano, un placer y bienvenido. Luego me presentó al niño, su hijo. Hola, dijo el niño. Decile tu nombre hijo, dijo Dora. Lucas, dijo el niño. Hola Lucas, dije yo. Luego le pregunté a Dora cuánto le debía por el hospedaje. No, nada, dijo, oh, no, no es posible. Busqué en mi bolso y le extendí veinte pesos. Tome, dije. No, no, no puedo aceptarlo, dijo, oh, no, no es posible. Vamos, dije, agárrelos. Usted no entiende, dijo, no puedo cobrarle, el señor se enojaría... ¿Dios se enojaría?, interrumpí. No, no, dios no, dijo, el señor del pueblo, Rosales. Él se encarga de administrarlo todo. Nos da lo necesario para subsistir. Si acepto el dinero quebraría la igualdad con mis vecinos y el señor se enojaría. En todo caso, déselos a él, oh, no, no es posible. Bueno, entonces se los doy a él, dije, ¿Puedo verlo? Después del almuerzo lo acompañaremos, dijo, ¿Se queda a almorzar?. Bueno, gracias, contesté.
            Dora preparó una avena y unas verduras hervidas. Me asombró ver a Lucas comerlo todo sin chistar. Por el contrario, yo tuve que hacer un esfuerzo para tragar aquello. Si bien Laura cocinaba bastantes verduras, sobre todo después del despido, aún no me había acostumbrado a ellas. Dora habló sobre una ventana del segundo piso que no cerraba bien. Por allí entra frío, dijo, hay que arreglarla. Luego me habló del pueblo. Solo contaba con quince habitantes, ninguno trabajaba, todos vivían de lo que ese tal Rosales les daba. Dora estimó que Rosales había llegado al pueblo hacía unos diez años. Escapaba de algo o de alguien, dijo. Milton opinó que escapaba de la mafia tras haberla traicionado. A su llegada, Rosales se instaló en la vieja casa de la familia Sarra, ya muertos, sin preguntar si podía hacerlo o no. Permaneció encerrado por una semana, hasta que un día se apareció por la taberna. Se sentó a la barra y tomó unas cervezas. Los que estaban sentados en las mesas lo observaban de reojo. Él miraba las botellas de la repisa, con los codos sobre la barra. Sus hombros apenas podían sostener esos brazos. El vaso de cerveza parecía más chico en su mano. Poseía un bigote de puntas afiladas. Alrededor de sus pupilas brotaban millares de pequeñas venas rojas. Entonces volteó. Dio un vistazo al lugar. Luego de contemplarlo todo, detuvo la mirada en una mujer: Rita Cantora, novia y prometida de Julio Manrique, médico del pueblo. Rita era una india muy flaca, pechos pequeños, mirada fría. Iba vestida con un vestido blanco, las trenzas cayendo sobre el. Estaba sentada junto a la pared, sola, tomando una cerveza, viendo a Julio Manrique jugar al truco con otros hombres. Rosales tomó la última cerveza y se levantó. Era un gigante. No era masa muscular lo que inflaba sus brazos, me aseguró Milton, era ira, ira pura e irracional. Fue hasta Rita y le preguntó con quién estaba. Rita le señaló a Julio Manrique, con total indiferencia. Rosales lo tomó por la cintura y lo arrojó al suelo. Y eso que Julio Manrique era tozudo también, me dijo Dora. Luego comenzó a descargar puñetazos en su pecho y en su cara. Pegaba duro, sistemáticamente. Pegó hasta que su mano quedó cubierta en sangre. Entonces se irguió y miró a todos los presentes con altivez. Buscó las miradas pero no se encontró con ninguna. Pisó el cuerpo de Julio Manrique. Y luego lo pateó. Lo pateó en el abdomen, lo pateó en la cara. Lo pateó hasta desfigurarlo. Lo mató. Frente a todos. Después arrastró su cuerpo afuera y lo dejó junto a la ruta. Regresó a la taberna, tomó a Rita del brazo y la llevó a la casa de Julio Manrique. Algunos del pueblo sabían que Rita era virgen, dijo Dora. Al día siguiente, la tierra de Lynch amaneció gris y ya nada volvió a crecer en ella, dijo Milton. Mientras escuchaba la historia, me preguntaba cuánto había de superstición y cuánto de verdad. Seguramente, Laura diría que soy el mismo escéptico de siempre. No se. A partir de aquel momento Rosales comenzó a mandar en el pueblo, dijo Milton. Muchos decidieron irse. Nosotros nos quedamos, dijo Dora, no teníamos donde ir. Si no lo hacemos enojar, nos da lo que necesitamos. ¿Y de donde saca Rosales el dinero?, pregunté. Ahora verá, dijo Dora y se levantó para recoger la mesa.
            Salimos rumbo a lo de Rosales. Pude ver algunas casas derruidas aquí y allá. Todo parecía emitir un grito afónico, desesperado. Realmente la tierra era gris, el viento la movía constantemente. Milton se me acercó. Con su voz quebradiza me contó que Rosales había embarazado a Rita aquella noche. Más tarde había nacido el niño y segundos después de haber sido separado de la madre, comenzó a deformarse. La cabeza y las manos se introdujeron en su tórax, las piernas se introdujeron en su cadera. Fue como si al entrar en contacto con el mundo exterior el niño comenzase a retraerse, a encerrarse en si mismo. Su cuerpo se desarrollaba hacia adentro. Y continuaba vivo. Aunque no por mucho, dijo Milton. Murió a los tres meses, asfixiado. Al poco tiempo, Rosales violó a Rita nuevamente. El niño nació y el resultado fue el mismo: una deformidad que murió a los tres meses. ¿Y lo siguieron intentando? Pregunté. Sí, hasta el día de hoy lo siguen intentando, dijo Milton. ¿Y siempre nacen deformes?, dije. Siempre, dijo Milton. Y mientras Rosales siga violándola seguirán naciendo así. Rita tiene un vientre indio. Y un vientre indio hace ese tipo de cosas. Un vientre indio gesta aquello que está en el alma de quién lo fecundó. ¿Y Renato sabe esto?, pregunté. No se, dijo Milton, quizás sí. ¿Y porqué sigue violándola?, quise saber. Bueno, vive de eso, dijo Milton, de hecho, todos vivimos de eso. Lynch es una atracción turística. La gente viene aquí para ver estas abominaciones. Permanecí pensativo. Otra vez no sabía si el viejo se lo había inventado todo o no. Recordé que Laura había insinuado que tengamos un bebe.
            Llegamos a una casa de madera con las paredes pintadas de negro, las ventanas estaban tapadas con lonas desde dentro. Un letrero decía: Vea aquí al niño que crece hacia adentro por solo veinte pesos. Dora llamó a la puerta. Pasados unos minutos, un hombre alto y fornido abrió. Rosales, supuse. Su aspecto intimidante me recordó a Daniel Day Lewis en Pandillas de Nueva York. Masticaba algo, dejaba ver las manchas negras en sus dientes. Miró a Dora y luego me miró a mí. Me sostuvo la mirada, exultante. Me hizo sentir como un hombre de paja. Dora le explicó que yo venía a pagarle por el hospedaje que ella me había brindado. Rosales se me acercó, dijo:
            - Veinte pesos, entonces.
            - Acá están- dije- Tome.
            - ¿Va a quedarse otra noche más?
            - Sí ¿Le pago por adelantando?
            - Sí.
            - Tome.
            Rosales guardó el dinero, miró a mis acompañantes, continuó mascando. Yo dije:
            - ¿Puedo ver al niño?
            - ¿Tiene otros veinte pesos?
            - Sí, tome.
            - Bien. Pasen.
            Dentro estaba oscuro, hacia aún más frío que afuera. Había un sofá con grandes roturas por las que asomaban los resortes. Había ropa esparcida por doquier; había una televisión antigua en una esquina, con la pantalla rota; habían laminas de chapa apiladas. El parquet tenía agujeros. El empapelado se estaba cayendo. Rosales nos dijo que esperáramos ahí. Se marchó, la madera rechinó a cada paso. Lucas comenzó a correr alrededor del sofá, pateaba la ropa a su paso. Dora lo detuvo con un grito seco. Quedate tranquilo, no toques nada, dijo. El niño se acercó a su madre y ya no se movió de ahí. Milton, susurrando, me dijo que, por lo que él sabía, Rita estaba en uno de los cuartos de arriba atada a una cama y amordazada. Con la mirada me indicó la escalera que se veía en el otro ambiente. Rosales regresó. Ya está listo, dijo, puede pasar, solo usted, venga. Me llevó al garaje. El lugar olía a vómito. La luz provenía de una bombita que colgaba del techo. Había una gran cortina de pared a pared. Algo gemía tras ella. Gemidos de angustia dentro de una burbuja de baba. Rosales me preguntó si estaba listo. Sí, dije. Descorrió la cortina, vi la cuna. Me acerqué con cautela. Allí estaba esa cosa, latiendo. Todo su cuerpo estaba contenido dentro del torso. La calavera y las manos se marcaban en la piel. Allí estaba la fuerza enloquecida de la vida, ahogándose en su propia bilis. Rosales le pegó con un palo. Vamos, gritó. La cosa comenzó a agitarse. Estaba cubierta de transpiración. Era un amasijo de huesos y carne, cambiando de forma. Rosales volvió a pegarle. La cosa emitió un gemido agudo. Un podía ver como, ahí dentro, la calavera se movía, como abría y cerraba la boca. Las manos empujaban la piel, intentando salir. Era horrible. Dije a Rosales que ya había visto suficiente. Rosales se demoró unos segundos en correr la cortina. Luego me guió a la salida.
            En el camino de vuelta, me acerqué a Milton.
            - Fue asqueroso- dije.
            - Sí- dijo Milton- Mire. Déjeme decirle lo que pienso. Si algún hombre, noble de alma, pudiese violar a Rita, en nueve meses nacerá la criatura que librará a su madre y al pueblo.
            - ¿Eso cree?
            - Eso creo.
            - ¿Y nunca nadie lo intentó?
            - No. Nos es imposible. Físicamente imposible.
            - ¿Por qué?
            - Rosales nos castró a todos. Hasta a Lucas, pobrecito...
            - ¿Cómo?
            - Eso que escuchó. Una noche, entró en casa de cada uno, nos dio un anestésico mientras dormíamos y nos castró. Así de sádico.
            - Terrible.
            Milton dejó de caminar. Mire, dijo. Se abrió el pantalón. En la entrepierna, bajo la decrépita piel del abdomen, vi un muñón de color negro, rodeado de pelos y de manchas.
            - Lo siento- dije.
            - Como le dije, no fue la gran perdida.
            - Pero, escuche esto. Si alguien viola a Rita y la deja embarazada, y luego Rosales lo descubre, él buscará la forma de abortarlo.
            - No se va a dar cuenta. Acá no hay ecografías ni nada de esas cosas. Además Rosales la viola todos los días. ¿Cómo va a saber que no fue él quien la embarazó?
            - Bueno. Quiero hacerlo.
            - ¿Hacer qué?
            - Quiero violarla.
            - ¿Usted? ¿Tiene un alma noble?
            - No se, eso lo veremos. Lo que tengo es un pene- miré dentro del pantalón para comprobar que aún estaba allí- Soy su única oportunidad.
            - Bueno, si se quiere arriesgar...Puedo decirle cómo entrar sin que Rosales lo descubra.
            - Eso sería de gran ayuda- dije, irónico.
            En la casa, ordené mi bolso. Lucas corría por la sala de estar cantando canciones. La voz de detrás de la estufa lo acompañaba. Ya nada me parecía extraño. Pregunté a Dora si podía usar la ducha. Sí, no hay problema, dijo, oh, no, no es posible. Me separé una muda. Tomé mi celular, estaba sin batería. Pregunté a Dora si había teléfono en el pueblo. Dijo que no. Me dieron ganas de llamar a Laura. Quería contarle lo que estaba por hacer. Quería que se entere de la clase de persona que yo era. Estaba en un punto de inflexión. Al fin sabría qué es lo que había dentro de mi alma. Le demostraría a Laura que soy un hombre bueno, fiel. Un héroe. Pero inmediatamente me entró miedo. Me vi siendo castrado por Daniel Day Lewis. Me vi con un muñón entre las piernas. ¿Qué pensaría Laura de eso? La pregunta me inquietó bastante. Luego de unos minutos logré calmarme. Pensar tanto no tenía sentido. Lo importante era entrar en esa casa y dejar mi semilla en aquel vientre indio.
            Desnudo bajo la ducha miré mi pene. Ahí estaba, retraído, arrugado, no parecía la gran cosa. Y, a la vez, lo significaba todo. Significaba la libertad, la felicidad de todo un pueblo. Y quizás este sería su primer paso, quizás mi pene estaba destinado para logros aún mayores. Quizás mi pene, algún día, salvaría al mundo. Comencé a excitarme. Me toqué hasta que floreció. Lo vi, semi erecto y curvado, la esperanza de todo un pueblo. Quince centímetros de esperanza.
            Una hora después, me acercaba a la casa de Rosales con una linterna en la mano. Tenía en mi mente las indicaciones que Milton me había dado. Fui a la parte trasera. Trepé al roble. Vi la ventana. Me acerqué a ella pisando la rama con cuidado. Pisé en el alfeizar, empujé la ventana y se abrió. Dentro olía a mierda y a mutilación. Encendí la linterna. Ahí estaba, efectivamente, atada a la cama y amordazada. Me vio. Tenía ambos ojos morados, había sangre coagulada por todo su rostro. Parte de su cabellera había sido arrancada. Recién ahí me di cuenta de que estaba desnuda, tras los moretones, tras las cicatrices, tras la suciedad estaba desnuda. No era una imagen muy excitante. Pero yo estaba allí para hacer el bien, no había excusa que valga. Me bajé el pantalón, sujeté mi pene. Pensé en Laura, en cuando Laura me escupía en la pija y luego la chupaba, con su mano en la base, mirándome. Funcionó, estaba empalmado, bueno, lo suficiente como para violarla. Me abalancé sobre ella. La sujeté del cuello y con la otra mano se la metí de un empujón. Abrió aún mas los ojos. Empecé a bombear. La escuchaba gemir tras la mordaza. Se agitaba cuanto podía. Yo seguía penetrando, ensimismado. Lo estaba haciendo, estaba salvando al mundo. Mi pene era el desarme nuclear, mi pene era la vacuna del sida. Comencé a pegarle en la cara, en los pechos. Embestía, pegaba, embestía, pegaba. Mi poronga colonizadora evangelizaba su concha pagana. La mordí en el hombro, le clavé los dientes, le arranqué la carne y se la escupí en la cara. Le di con más fuerza. Me concentré. Podía ver a la asamblea de la onu reunida, alentándome. Podía oír a todos los niños hambrientos del mundo rogándome que acabe. Entonces lo sentí, todo ese esperma corriendo por mi pene, explotando dentro de su vagina india. Yo era un hombre, podía cambiar el curso de la historia. Permanecí dentro por unos segundos. Ella miraba hacia un costado, inmóvil. Noté algo raro. Le tomé la cara y la miré. Idiota, me dije. Lo había arruinado. Tremendo idiota. Lo había arruinado todo. Me aparté. Escuché pasos tras la puerta. Todo el piso temblaba. Era Daniel Day Lewis que venía a cortarme el pito. Me subí los pantalones. El picaporte giró. Abrí la ventana, miré abajo. Rosales entró con un hacha de cocina en la mano. Me tiré. Caí sobre mi pierna izquierda. Me dolía, pero aún así pude correr. Corrí hacia la ruta, hacia el cómodo absurdo de mi vida. Hacia Laura.


Noúmeno