miércoles, 21 de enero de 2009

Un maruchan y cinco boldos

Estaba pensando en que tenía que irme a la concha de la lora cuando me llegó la invitación de ir a Ñandubaysal. Entre risas agónicas acepté sin pensarlo dos veces.
Ñandubaysal es un camping-balneario en la costa del Río Uruguay. El sitio web vendía una costa de arenas blancas y terrazas exóticas donde se podían disfrutar de los más variados tragos. La arena resultó ser amarilla y a las terrazas exóticas no las encontré nunca; pero sin dudas, Ñandubaysal cumplió; paradójicamente, fue en todo aquello en lo que su página web no reparó.

En el cielo de Ñandubaysal se podían ver casi todas las estrellas del universo; incluso aquellas que duraban una fracción de segundo, y que te invitan a pedir un deseo. No había visto ninguna antes de haber estado ahí, y ahora tengo cincuenta deseos en el debe. Los creadores de la página web no pensaron ni por un instante que las estrellas son un bien escaso en Buenos Aires. Hubiese sido estúpido, entonces quejarse del supermercado poco surtido del lugar, y otras nimiedadades. Estamos inundados de productos de mierda; pensaba que lo podía tener todo y lo cierto es que me faltaba demasiado de lo más elemental.
Nunca había estado en una playa cuyas aguas no terminasen en el horizonte. Se veía Fray Bentos, y Botnia, y pensaba si se podía ir allá nadando, y después de pensar si se podía, pensaba en migraciones, y esos detalles...¡en migraciones! ¡Para llegar a un lugar que se podía ver y que parecía estar tan cerca que tal vez se pudiera alcanzar a brazadas! Tal vez un barco de la prefectura me hubiera pedido documentos, si hubiese intentado cruzar. O tal vez me hubiese ahogado.
En el camping no hay lugar donde guarecerse. El sol es omnipresente, y hay unas pocas zonas de sombra bajo unos diminutos arbustitos que la gente, ridículamente, se desesperaba por ocupar. En la zona de carpas, tampoco la sombra era una garantía (otro incumplimiento de lo anunciado en la página web). El sol de la mañana pegaba de lleno contra la carpa, y era un despertador natural; si, obstinadamente, alguien hubiera optado por permanecer adentro después de las 11:30, creo que se hubiera derretido en un mar de sudor. En los días de lluvia, no había ninguna garantía de permanecer seco, ni aun en los poquísimos lugares techados. El techo de caña del pub Paez Vilaró (o imitación Paéz Vilaró, eso nunca quedó claro) era completamente obsoleto ante una lluvia más o menos fuerte, y mucho más, frente al símil del diluvio universal que me tocó padecer (o diluvio universal, eso nunca quedó claro tampoco).

Y ahora pienso que el disparador de este texto, una vez llegado a Buenos Aires, es una sopa Maruchan de camarones y limón que me costó $4.66 en Disco, y que me está costando cinco boldos controlar su efecto abrasivo, el ardor insalubre de esta extraña cena, hecha en E.U.A. Y que la compré tentado porque su preparación solo implica hervir 250 ml de agua, agregársolos al producto, y dejarlo reposar por 3 mins. Ñandubaysal se me caga de risa en la cara, y el pibe del super desabastecido, y toda la provincia de Entre Ríos, y esos putos 3 minutos también.

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