martes, 9 de marzo de 2010

Deforme

            Ya estoy recuperado. O casi. Jamás llegué a ser el que era antes de conocerla. Pero estoy bien. Creo.
            La conocí en el taller de escritura de la facultad de filosofía. Yo y muchos otros acudíamos porque estábamos solos y aburridos. Nadie allí tenía amigos. Ni pareja. Muchos eran viejos. Otros estaban locos. Entregábamos nuestros escritos, el profesor los leía en voz alta y luego los criticaba. Destrozaba a muchos. Yo, en cambio, recibía grandes halagos. Algunos compañeros, al final de la clase, me encaraban para hablar maravillas de mis cuentos. Yo no les creía. Para mí eran basura, mis cuentos. Basura que podía mejorar con mucho esfuerzo, pero basura al fin. Lo que no era basura era lo que se estaba gestando en mi cabeza. Tenía una novela en ciernes. Una obra maestra. Pero aún no había encontrado el momento de escribirla.
             Ella jamás había entregado un escrito. Se sentaba unos bancos mas a la izquierda del mío y escuchaba. Escuchaba los cuentos y las criticas del profesor. Y me miraba. Me miraba cada vez que podía. Yo sentía su mirada, insistente. Después de clase, la abordé y la invité a salir. Se llamaba Carla.
           En el bar, pedí una cerveza. Ella pasó de la cerveza y pidió un agua. Nos mantuvimos en silencio hasta que el camarero trajo las bebidas. Entonces dijo:
           - Mirá. Antes que nada, tengo que decirte algo. Tengo una malformación vaginal. ¿Ok?
           - Ok- dije.
           - ¿No te molesta?
           - No. Supongo que no.
           - Ok. Te lo tenía que decir. Espero que no te haya parecido muy pronto.
           - No, está bien.
        Después me habló de su vida. Tenía un buen puesto en una empresa telefónica. Era encargada de las relaciones internacionales o algo así. Asumí que ganaba bien. Tenía treinta y cinco años. Aun vivía con su madre. Luego comenzó a halagarme como escritor. Decía que yo iba a llegar muy lejos, que tenía que seguir escribiendo. Cambié de tema. Le pregunté sobre literatura, a ver qué le gustaba. De hecho, la había invitado a salir por eso; quería alguien con quien poder hablar sobre libros. Pero la cosa no funcionó. Ella leía a Dan Brown, mientras yo leía a Umberto Eco. Ella leía a Allende, yo a Bolaño. De todas formas, supe como llevar la cita y, cuando terminé mi cerveza, la besé.
           En toda la semana siguiente no paró de atosigarme con mensajes de texto, mensajes en el msn y llamadas que nunca atendí. Me enviaba postales electrónicas diciéndome lo importante que yo era para ella, diciéndome que conmigo había encontrado el amor ¡Sólo nos habíamos visto una vez! Al amanecer, me despertaban sus mensajes de texto. Encendía la computadora y allí estaban sus mails. Al anochecer, me mandaba un mensaje de texto para que le de las buenas noches. Yo siempre le respondía. No quería romperle el corazón. Y sobretodo, no quería que piense que no le respondía a causa de su malformación. Pensé en ello. Me preguntaba qué era lo que tal malformación implicaba. ¿Podía tener sexo? ¿Y si podía, cómo sería? ¿Iba a poder excitarme?
            En la segunda cita fuimos al mismo bar. Yo volví a pedir una cerveza y ella volvió a pedir un agua. Me contó cómo estuvo su semana. Luego se disculpó otra vez por haberme contado tan prematuramente lo de su malformación. Dijo que se había animado a decírmelo debido a que yo era un ser muy especial para ella. Como sea, pensé. Le conté un poco sobre mi vida, sobre las cosas que había leído en la semana y sobre las cosas que había escrito. Pedí otra cerveza. Esta vez, ella me acompañó. Cuando la acabamos, la besé y la invité a un telo. Aceptó.
            Una vez acostados, le saque la ropa poco a poco. Procuré besarla en abundancia, en la boca, en el cuello. Le desabroché el corpiño y le besé los pechos. Ella, a su vez, me desvistió, despacio. Finalmente, quedé desnudo. Ella aún tenía la bombacha puesta. Me di ánimos y se la saqué. Allí estaba. No pude evitar permanecer unos segundos observándola. Era como una segunda capa de labios, posada sobre los labios normales, pero mas gruesos y mas extensos, como dos aletas rosas saliendo de allí dentro. Miré mi pene. Estaba semi-erecto. Ella lo tomó y me masturbó hasta que se endureció por completo. Entonces la penetré. Salvo por una mayor rigidez de la pared vaginal, se sentía igual que todas las otras, húmeda y caliente. Di algunas embestidas y luego ella me recostó en la cama. Se puso encima de mí y comenzó a hacer unos movimientos extraños. En realidad, casi ni se movía. Era como si estuviese empollándome la pija. Solo hacía un pequeño vaivén con la cadera. Y me miraba, concentrada. Ningún gesto de placer. Seria. En algún momento fingí el orgasmo y la aparté de encima. Ella tampoco acabó.
            Los mensajes y las llamadas siguieron. Y las declaraciones de amor. De amor y compromiso. Ella estaba totalmente entregada. Yo no sabía bien como reaccionar. Respondía las declaraciones de amor con otras similares y no le quitaba las esperanzas de compromiso. Por aquellos días me mandó algunos de sus cuentos. Dijo que pocas personas habían tenido la oportunidad de leerlos, personas de confianza. Los leí. Más de una vez. Quería estar seguro de lo que pensaba sobre ellos. Finalmente, no me quedaron dudas. La mina tenía el intelecto de un pato electrocutado. Cuando me preguntó, le dije que estaban bien, que siga así.
            Continuamos viéndonos. Y seguimos cogiendo. Más de lo que yo hubiese deseado.
            Unos cinco meses después dijo que se iba a vivir sola. Estaba buscando casa. Me invitó a vivir con ella. Dijo que ella lo pagaba todo. Que yo me podía dedicar a escribir. No se, dije. Lo digo en serio, quiero hacerlo, dijo ella. Por esos momentos yo ya no la soportaba más. Era el tope de mi resistencia. Estaba casi decidido a dejarla. Pero me dijo eso y lo pensé. Pensé en el tiempo libre. Todo ese valioso tiempo libre para dedicarle a mis escritos. Todo aquel tiempo libre para escribir mi novela, mi obra maestra. Sin tener que cumplir horarios ni tener que lidiar con un retrasado que me de ordenes. Ella se hacía cargo de todo y yo me podía dedicar a escribir. Sin más preocupaciones.
            Al otro mes nos mudamos. Era un tres ambientes en Palermo. Había espacio de sobra. En uno de los ambientes, Carla instaló mi estudio. Un escritorio, la silla y la computadora. Solo para mí. En otro estaba el dormitorio, con el armario grande, la cama de dos plazas y el televisor.
            Carla partía para el trabajo a las diez de la mañana. Yo me levantaba después del mediodía y encontraba el almuerzo preparado. Solo tenia que calentarlo. Pasaba el día escribiendo mi novela. Mis ideas fluían. Lo estaba logrando. Iba a ser algo grande. Algo muy grande. Al anochecer, Carla llegaba y preparaba la cena. Lo hacía todo. Limpiaba la casa. Lavaba mi ropa. Hacía la cama. Ordenaba. Me compraba cualquier libro que necesitara. Me compraba ropa. Pagaba los servicios. Todo. Y me daba una mensualidad. Después de comer, me pedía leer lo que había escrito. Entonces yo lo imprimía y se lo daba. La dejaba leer en paz. Luego le preguntaba qué le había parecido y ella se deshacía en elogios, decía que yo era un genio, etc. Yo no le hacía caso. Ella se abalanzaba y me besaba. Mi genio, decía. Y cada noche, antes de dormir, exigía sexo y yo la complacía. ¿Qué podía hacer sino?
            Unas siete noches mas tarde, después de comer, me acosté en la cama y prendí la tv. Hice zapping hasta dar con Crash, de Cronenberg. Carla entró en el cuarto y posó su mano sobre la tv. Iba vestida con su camisón, una remera blanca casi transparente que le llegaba hasta las rodillas. Apagó la luz. Se sacó el camisón. Estaba completamente desnuda. Desnuda e iluminada por la tv. En su carne se reflejaba el brillo y los colores de la imagen de Holly Hunter y James Spader cogiendo en un coche chocado. Vi su cuerpo en forma de pera. De la cintura para abajo su piel parecía plástico derretido, como el de esos tachos de basura que la gente quema en la calle. Vi los destellos de la tv sobre sus rodillas de elefante. No había tomado suficiente alcohol para esto. Entonces pensé en Holly Hunter. Holly Hunter vestida de trajecito, con sus mejillas vírgenes, mirándome. Holly Hunter mostrándome un pecho luego de que la chocara y su esposo hubiese muerto en el accidente. Pero Carla se interpuso entre la tv y yo. Holly Hunter se desvaneció y yo quedé solo, en la penumbra, frente a ese cuerpo. Entonces comencé a oírlo. Era como el sonido de un animal masticando algo jugoso. Provenía de ella, de ese cuerpo, de su vagina deforme. Vi como esas pequeñas aletas rosas se agitaban. O eso me pareció, pues en ese momento la tv casi no emitía brillo. Luego el sonido paró. Carla entró en la cama y comenzó a desvestirme. La noté enajenada mientras me besaba aquí y allá. Terminó de desvestirme, tomó mi pene fláccido y me masturbó. Se me puso dura, ella se colocó arriba y la guió dentro. Me recosté en la cama y la observé. Otra vez hacía esos movimientos, casi imperceptibles, con la mirada seria. Y entonces volví a escuchar ese sonido acuoso. Y sentí un olor que no era el olor vaginal habitual, sino un olor como de parto, el olor de parto de un animal. Aparté la piel que le caía sobre el pubis y vi mi pene engullido por su vagina con aletas. Esos labios sobre desarrollados vibraban emitiendo aquel sonido, cada vez más fuerte. Miré a Carla. Dijo: shhh. Me la saqué de encima, me paré, retrocedí dos pasos y dije: ¿Que está pasando?. Se está despertando, dijo ella. ¿Qué?. Abrió las piernas para que pudiera verlo. Una víbora de carne saliendo de su vagina, embadurnada en un liquido viscoso. En su extremo, los labios se abrían y se cerraban, babeando. Acercate, me dijo Carla. La víbora de carne se erguía como una cobra hipnotizada, emergiendo poco a poco. Acercate, volvió a decir. Di un paso adelante y me arrodillé ante ella. No se porqué hice eso, pero cuando lo hice la víbora de carne se abalanzó y sujetó mi cabeza entre sus labios. Tenía la mitad de mi cabeza dentro de su boca. La sentía succionar como una sanguijuela. Carla gritaba de placer. El tono de su voz no era el mismo. Nunca había gritado así. Subió las piernas a mis hombros mientras la víbora de carne seguía exprimiéndome el cerebro. Carla continuó gritando y agitándose de placer. Finalmente, acabó. La víbora me soltó y yo caí al piso, extenuado.
            Desperté en el piso y Carla ya no estaba. En la cocina, tomé un vaso de agua y permanecí mirando por la ventana, unas dos horas. Las imágenes de la noche anterior estaban allí, rondando, pero confusas. Todo estaba confuso. No podía pensar con claridad. Después volví a la cama y encendí la tv. Hice un poco de zapping y me aburrí. Tampoco tenía ganas de escribir. Así que regresé a la cocina y permanecí mirando por la ventana hasta que Carla llegó a casa. Me saludó con un beso ruidoso, sujetándome de las mejillas. Parecía muy contenta. La observe mientras cocinaba. Cantaba y cocinaba. Comimos. Nos fuimos a la cama. Y volvió a suceder.
            Sucedía por lo menos cuatro veces a la semana, a veces mas, a veces menos. Carla esperaba a que yo acabase para luego apartarse y dejar que la víbora de carne me succionara el cerebro. Otras veces el sexo era normal, o bueno, no era así de extraño, pero Carla jamás acababa en esa forma. Por las tardes, me sentaba frente a la computadora, abría el archivo de la novela y me quedaba allí, petrificado. No sabía cómo continuar. No entendía como yo había podido escribir eso que estaba ahí escrito. Entonces dejé de intentarlo. Ya volvería a tratar mas adelante. Me avoqué a los poemas. Poemas estúpidos. Esos sí que se me ocurrían. Miraba tv y se me ocurría uno tras otro. Todo lo estúpido que me venía a la mente, lo escribía. Estaba descubriendo nuevas fronteras en el campo de la estupidez. Me estaba convirtiendo en el Magallanes de la estupidez.
        No fui más al taller de escritura. No tenía qué llevar. No había escrito nada en seis meses. Y cada noche, la víbora de carne me exprimía el cerebro. Los días los pasaba en la cama. Una cama siempre deshecha y apestando a sudor. Miraba tv y escribía los poemas estúpidos. Solo hacía eso. De vez en cuando, encendía la computadora y leía mis cuentos. Era como leer a otro. Se me había escapado el sentido de muchos de ellos. Entonces volvía a la cama a escribir los poemas. Mas poemas estúpido-televisivos. Hubiese podido empapelar el cuarto con ellos.
            Una noche, Carla volvió del trabajo, cocinó, y mientras comíamos dijo:
            - Hace mucho que no me mostras tus escritos.
            - Cierto- dije- Pasa que no estoy escribiendo mucho.
            - ¿Estas bloqueado?
            - Creo que sí.
            - ¿Nada de nada estas escribiendo?
            - Bueno, si. Poemas.
            - Qué lindo. Quiero leer ¿Puedo?
            Después de comer imprimí algunos poemas, los mejores. Se los llevé a la cama. La deje leyéndolos y me fui a bañar. Cuando salí le pregunte qué le parecieron.
            - Están bien- dijo.
            Solo eso. No hubo el entusiasmo de otras veces, ni los elogios de otras veces. Los poemas estaban bien. Nada mas. Luego Carla se desvistió, me desvistió, cogimos y la víbora de carne se me prendió a la cabeza.
            Dos meses mas tarde ya ni era capaz de escribir los poemas estúpidos. Me despertaba en la cama y allí me quedaba hasta que Carla me llamaba a cenar. No almorzaba. No salía de la casa. Cagaba y meaba, eso sí, y me bañaba, pero cada vez menos. Miraba tv todo el rato. Carla llegaba y yo ya ni le hablaba. En cambio, ella me contaba con lujo de detalles todo lo que había hecho en el trabajo. Todos los chismes, todas las historias, con gran elocuencia. La habían cambiado de puesto y ahora tenía mas tiempo libre para escribir. Y lo estaba aprovechando. Lo estaba aprovechando en grande.
            Al año siguiente, un 6 de abril, publicó su primer novela. El 7 de abril me dejó. Dijo que me podía quedar con el departamento y la tv. Reunió sus cosas y se fue. Mas tarde supe de su relación con un escritor uruguayo en boga. La novela fue un éxito de ventas y de crítica. El nombre de Carla aparecía en las calles y en la televisión. En las revistas culturales la comparaban con los grandes. Entonces compré la novela para ver de qué se trataba. No entendí nada.






Noúmeno

1 comentario:

Anónimo dijo...

No, pobre flaco! jajaja. Igual más o menos se recuperó y pudo testimoniar lo que le pasó.
Me gustó mucho el estilo; me gustó especialmente la parte de Holy Hunter, que el ritmo de la narración llega al tope. Los cambios de ritmo, las oraciones cortas, la comparción con Magallanes (buenísima).

Muy buen cuento!

Saludos.