jueves, 18 de marzo de 2010

El animal asustado

            Dejé la ciudad por la noche, muerto de frío. Llegué al amanecer, cansado. Me detuve ante la puerta y observé aquellos barrotes ascendiendo por sobre mi cabeza, la niebla no me dejó ver cuán alto subían. Todo era silencio, salvo por el tenue zumbido del motor de la camioneta que me había llevado hasta allí, ahora perdiéndose por el horizonte. Al otro lado de la ruta alcancé a ver un grupo de vacas, atrapadas en la niebla. Luego volví a contemplar el predio enrejado frente a mí. No parecía haber ninguna otra edificación cerca. Pensé que si permanecía allí por mas tiempo mis ojos se congelarían. Entonces abrí aquella gran puerta enrejada, las bisagras rechinaron, indicio de que no se abría muy a menudo. ¿Era ese el lugar que mi padre había dicho?
            Caminé por el sendero con mi mochila al hombro, temblando. Una gallina surgió de la niebla, miró en todas direcciones, desorientada, luego volvió a perderse en la bruma. Al cabo de cinco minutos un caserón se materializó al final del camino. Era un construcción antigua, dos pisos, muchas ventanas, paredes mohosas y el techo de tejas. Llamé a la gran puerta de roble con cuatro golpes secos. Me froté las manos, vi el vapor salir de mi boca. Un sujeto viejo, trigueño, con la cara llena de vetas, abrió y preguntó qué se me ofrecía. Siguiendo las indicaciones de mi padre, pregunté por el Doctor Guanon. El sujeto me invitó a pasar, dijo que avisaría de mi presencia al Doctor y desapareció de mi vista. Observé el lugar. Había una estantería llena de libros, todos con idéntica encuadernación. El polvo parecía descansar sobre ellos. El polvo estaba sobre todas las cosas, en todas partes, también en el aire, de hecho uno podía respirarlo. El frío se sentía tan fuerte como afuera. Llamó mi atención un hogar, en una esquina, sin fuego ni leña con qué prenderlo. Temblé más.
            El sujeto de la cara veteada regresó y dijo que el Doctor me esperaba en otra habitación, que lo siguiese. Atravesamos la cocina, luego un gran salón comedor con una larga y robusta mesa en el centro, y finalmente llegamos a una sala de juegos. Había una mesa de pool con los palos atravesados sobre el paño, un blanco con tres dardos clavados y un sapo de hierro. Un hombre estaba sentado en un sillón de terciopelo rojo gastado. Tenía los cabellos canos peinados hacia atrás, un bigote tupido también canoso y las orejas rojas y grandes. Era flaco, con piernas larguísimas. Vi su mano sujetar el bastón, sus dedos parecían más largos de lo normal. Al verme se levantó, caminó hacia mí y me tendió la mano. Irradiaba un ímpetu avasallador. Era un viejo macizo y me llevaba una cabeza.
           - Enrique Guanon- dijo.
           - ¿Doctor Guanon?- dije, inhibido, mientras le estrechaba la mano.
           - El mismo...
           - Rogelio Álvarez me manda. Es mi padre.
           - ¿Rogelio Álvarez? No me suena.
           - Contador, de Buenos Aires. Habló con usted por teléfono, hace una semana. Usted le dijo que podía atenderme.
           - Sigo sin recordarlo pero puede ser. Rogelio Álvarez, contador. Puede ser. De todas formas usted está aquí. ¿Cómo se llama?
           - Rubén Álvarez.
           - Bien. Cuénteme Rubén. ¿Qué le pasa?
           Se lo conté despacio, toda la historia, lo mejor que pude. Me escuchó con la cabeza gacha, sosteniendose con el bastón. Me quedé con la sensación de que no entendió mucho. Hasta yo no entendía. ¿Realmente estaba enfermo? Para mi padre no había dudas. En cambio, para los muchachos del taller yo estaba bien, más que bien, era una fuente de inspiración. Yo no sabía qué pensar. Nunca sabía nada. Finalmente, el Doctor dijo que podía ayudarme. Me relató la historia completa y detallada de todos los casos similares en los que le tocó participar. Habló de estadísticas, de probabilidades, de diferentes tratamientos. Supuse que con eso quería tranquilizarme pero mas bien logró lo contrario. Me sentí como una variable dentro de su esquema mental. Un cuerpo intrascendente a punto de ser analizado y clasificado. Luego el Doctor calló. Me fijé en un hogar, tras la mesa de pool, donde tampoco había fuego ni leña.
            - ¿Se puede prender los hogares?- me animé a decir- Tengo un poco de frío.
            - Imposible- dijo- la leña está húmeda. Pero no se preocupe, al mediodía, cuando suba el sol, estará más cálido. Mientras tanto me gustaría mostrarle mi granja. Si nos movemos tendremos menos frío. ¿Le parece bien?
            - Me parece bien.
            Despues dijo al sujeto de la cara veteada que acondicione una habitación en la planta baja para mí y que lleve allí mi mochila. Acto seguido me explicó que los cuartos para huéspedes se hallaban en la segunda planta, pero permanecerían cerrados hasta que acuda el fumigador y acabe con la plaga de cucarachas. Pregunté si en la planta baja también había cucarachas, sobre todo en la cocina. No, sólo en la planta alta, excepto en mi dormitorio, allí no entran, dijo. Pregunté cuantos pacientes había en la casa. Solo usted, dijo.
            Me llevó a conocer sus vacas. Las observé pastar mientras él comentaba cómo las había obtenido. Una la había comprado muy barata debido a que el dueño anterior pensaba que estaba enferma. Otra fue un regalo retributivo de un favor a un personaje poderoso de la zona. Otra fue robada a un viejo rival. No pensaba sacrificarlas ni ordeñarlas. No comerciaba con ellas. Cuidaba que tuviesen suficiente pasto qué comer y agua qué tomar. Y, una vez al día, las observaba. Nada más. Después entramos al establo. Allí tenía cuatro caballos. Uno de ellos no estaba domado y al notar nuestra presencia se enfureció y comenzó a agitarse y a erguirse sobre sus patas traseras. Foucualt era su nombre. El Doctor lo había encontrado perdido a la vera de la ruta. Se necesitaron seis hombres para llevarlo al establo. El Doctor quería convertirlo en un caballo de carreras. El animal continuó relinchando, iracundo. Vi como el Doctor retrocedió un paso, intimidado. Dijo que era mejor que salgamos, no sea cosa que se suelte de sus amarres. Abrió la puerta y salió, mantuvo la puerta abierta para que yo saliese pero permanecí unos segundos dentro. El caballo se había calmado. Luego el Doctor me dijo vamos y yo salí.
            Entonces fue cuando me invitó a conocer los chiqueros. Sentí una ligera conmoción pero no me animé a rechazar la invitación. Pensé que, al fin y al cabo, solo serían unos minutos. Nada grave. Seguí al Doctor por un sendero sinuoso. Tras una breve caminata, divisé los corrales, entre la niebla. Y comencé a sentir aquel hedor inmundo. No había forma de escaparle, estábamos completamente inmersos en él. Cuando llegamos, el doctor se acodó a las vallas de madera. Yo permanecí unos pasos detrás, aturdido. No entendía como un ser humano decente podía criar chanchos. Allí estaban esas criaturas repugnantes, con ese hábito de vida tan mundano, revolcándose en el fango y comiendo de él, sucios, gordos y desnudos, emitiendo ese sonido detestable. El Doctor me hablaba de ellos, su voz parecía provenir de un pozo muy hondo. Lo veía señalar a cada uno y era como estar viendo una vieja película filmada en súper ocho. Había tres de esas criaturas en el corral. Una hembra gigante de color negro sarnoso, un macho rosado medio idiota y un pequeño macho de color blanco con una oreja cortada. Observé a este último, detenidamente. Él también me observó. No desviaba la vista, miraba fijo, el muy grosero. Miré al Doctor a ver si se percataba de semejante falta de respeto, pero el viejo seguía con su relato, como si nada. Y el chancho me miraba, desafiante. Y entonces comenzó a burlarse de mí, de mi enfermedad, de mi padecimiento. Allí, en el fango, mofándose de mí y de mi vida desgraciada. Miré al Doctor esperando una reprimenda. Sin embargo, el viejo hizo caso omiso, continuó hablando. Pensé en estallar ahí mismo y hacer una escena, pero desistí tras pensarlo unos minutos. Pelear con el Doctor no hubiese sido bueno para mi tratamiento. Me calmé, pensé en otra cosa. Luego abandonamos los chiqueros, el Doctor me llevó a conocer a su toro campeón.
            Cuando finalizó el recorrido por la granja entramos en la casa y el Doctor me llevó con uno de sus ayudantes, un sujeto muy parecido al otro pero casi sin pelo y una gran cantidad de manchas hepáticas en la cabeza. El doctor le pidió que me enseñe mi habitación y luego se despidió recordándome que en dos horas me esperaba en el comedor para almorzar. Seguí al sujeto hasta mi habitación. Al entrar sentí un fuerte olor a amoniaco. Había un catre en un costado, con mantas y frazadas dobladas encima. Sobre la otra pared había un pequeño armario. Eso era todo. El lugar no tenía ventanas ni ventilación alguna. Las paredes ni siquiera estaban pintadas. Fui hasta el armario y lo abrí. Allí estaba mi mochila. Agradecí al sujeto de las manchas hepáticas y luego le pregunté a que se debía tanto olor a amoniaco. Dijo que ese cuarto normalmente servía para almacenar productos de limpieza, escobas, palas, esas cosas. No pregunte más. El sujeto se despidió. Me senté en el catre junto a la pila de mantas y frazadas. Pensé en el incidente ocurrido en los chiqueros, en la reacción del Doctor. ¿Porqué no hizo nada? ¿Era posible que él y el chancho estuviesen complotados? ¿En qué manos estaba?
            Se hizo la hora del almuerzo. Fui al comedor. Allí, sentado a la gran mesa, estaba el Doctor. Me invitó a tomar asiento. Un ayudante entró cargando la bandeja con la comida, no era ninguno de los dos que ya había conocido antes pero era muy parecido. Cuando se fue pregunté al Doctor si todos sus ayudantes tenían algún parentesco entre si. Ninguno, dijo. Comimos un bife con arroz, tomamos agua y vino tinto. Luego comenzó a hablar del pueblo donde nació y vivió su infancia. No paraba. Estaba evitando el tema. Entonces lo interrogué sin más dilaciones.
            - ¿Qué pasa con aquel chancho?- dije.
            - ¿Cuál?- dijo.
            - El que vimos hoy a la mañana en el corral. El de la oreja cortada.
            - ¿Quiere comprarlo?
            - No.
            - Si quiere comprarlo podemos charlarlo. Aunque todavía es muy pequeño.
            - No quiero comprarlo.
            - Bueno, piénselo. Hablaremos en estos días.
            Luego cambió de tema y habló de su larga y aburrida carrera científica. Investigaciones, congresos, conferencias, premios. Me contó todas las anécdotas, cada detalle. Llegó a hablarme de su época en la facultad. Yo lo escuché, desconfiado, hasta que no aguanté más y pregunté:
            - ¿En qué consistirá mi tratamiento, Doctor?
            - Bueno, eso dependerá del diagnostico. Esta tarde lo revisaré y sabremos qué tratamiento aplicar. Usted quédese tranquilo.
            El almuerzo terminó, regresé a mi cuarto. Extendí las mantas y las frazadas sobre el catre y me acosté. Unas horas después vino a buscarme uno de los ayudantes. Dijo que el Doctor me esperaba en el consultorio, me guío hasta allí. El Doctor estaba sentado sobre el escritorio. El ayudante saludó y se fue. El Doctor me preguntó si había podido descansar. Sí, mentí. Me invitó a acostarme en la camilla. A mi lado había una máquina de mi estatura, de color blanco, con algunos circuitos a la vista. El Doctor manipuló unos brazos mecánicos que surgían de la máquina hasta ponerlos sobre mi cabeza. Apretó algunos botones. Cierre los ojos, dijo. Apretó mas botones, la máquina pareció ponerse en funcionamiento. Yo veía un destello rojo inundar mis párpados. Mientras tanto el Doctor me explicaba las virtudes de aquella máquina. Dijo que era lo último en el mercado, muy precisa, mas bien exacta. Era el resultado de un esfuerzo conjunto entre la ingeniería y la medicina. Una maravilla de la ciencia. Había aprendido a manejarla en Suecia hacía medio año. A mí no me importó. Solo quería volver a mi habitación y dormir hasta el otro día. La máquina emitió un pitido y el destello rojo cesó. Terminamos, dijo el Doctor, mañana por la mañana tendré los resultados.
            En mi cuarto, apagué la luz y me metí bajo las mantas. Era más de medianoche. Di vueltas en la cama, buscando la posición. Me tumbé boca abajo y así permanecí por lo menos una hora. No lograba dormirme. Sentía el frió en el cuello y las orejas. Di más vueltas en la cama, lo intenté de costado. Sentí el cansancio en mi cuello y en mis párpados. Entonces escuché un sonido grotesco. Era el gruñido de aquel chancho. Estaba del otro lado de la puerta. Tuve miedo. ¿Qué tan despiadado había que ser para salir del corral e ir a la puerta de mi habitación solo para molestar? Escuché otro gruñido. Me levanté y fui hasta la puerta. Abrí. No estaba allí, había escapado. Mis pies se congelaban. Cerré la puerta y volví a la cama. Miré el techo, alterado. Intenté tranquilizarme. Entonces escuché otro gruñido, más fuerte que los otros, un insulto descarado hacia mi persona. Me levanté de un salto y abrí la puerta. No había nada. Recorrí el pasillo, asomé la cabeza por la esquina, nada. Era muy rápido, sin dudas. Volví a la cama. Tras pocos segundos de serenidad, otro gruñido. Decidí no darle importancia, dormiría igual. Que gruñese cuanto quisiese. Y así lo hizo. Toda la noche. Recién pude dormir al amanecer. Fue un breve sueño febril.
            Me desperté con el sonido de golpes en la puerta. Grité que podían pasar. Golpearon otra vez. Volví a gritar. Más golpes. Está abierto, grité. Nadie entró. Me levanté y abrí. Era el Doctor Guanon.
            - Tengo los resultados de los análisis- dijo.
            Leyó el informe en voz alta. No entendí mucho. Dijo varios nombres técnicos, me hacía falta una explicación. Sin embargo hubo algo que sí entendí. Según el informe yo había perdido el don del habla. Es un error, dije, pero el Doctor hizo como que no me escuchó, continuó leyendo. Agité mis brazos para llamar su atención. Comencé a hablarle, le hablé del frío que había sufrido en la noche. Me puse frente a él de modo que pudiese ver como mis labios se movían. No hizo caso. Se acercó a mí y puso una mano en mi hombro. Encontraremos la cura, dijo, tranquilo. Luego se fue. Qué indignación. ¿Hasta ese punto el chancho influía en las decisiones del Doctor? Me vestí y salí del dormitorio. En la cocina encontré a uno de los ayudantes cortando cebolla sobre una tabla. Podría comer algo, pregunté. Continuó cortando. Lo toqué en el hombro, levantó la cabeza. Podría comer algo, le repetí más fuerte. Se quedó ahí, viéndome. Le grité. Puso cara de asombro. ¿Me escucha?, dije, pero él siguió callado, con la misma cara de asombro. Dejé de intentarlo, fui a buscar otro ayudante. Salí de la casa y caminé hasta el establo. Dentro encontré a un ayudante alimentando los caballos. Foucault estaba tranquilo. Me acerqué al ayudante y le hablé del clima. Ni se inmutó, me daba la espalda. Le toqué la espalda. Volteó. ¿Me escucha?, pregunté. No dijo nada. Entonces comencé a gritar. Grité poseído y desesperado. Foucault se inquietó. El ayudante se quedó mirándome, atónito. Continué gritando desaforadamente. Entonces Foucault perdió la calma por completó. Estaba alterado, moviéndose cuanto podía, irguiéndose en sus patas traseras, desquiciado. El ayudante intentó calmarlo, pero yo continué gritando. Foucault comenzó a patear las tablas de madera que lo aprisionaban. Finalmente derribó una y se abalanzó fuera, rompiendo sus amarres. El ayudante se tiró al piso, apartándose de su camino. Aproveché su distracción para abrir la puerta del establo. El caballo escapó por allí. Después de unos segundos el ayudante se levantó y corrió afuera.
            Emplearon toda la tarde para capturar al caballo. El Doctor estaba muy preocupado por ello. Así era mejor. Aproveché para abordarlo en su habitación. Estaba en su escritorio. Tomé asiento y dije:
            - Doctor, yo puedo hablar perfectamente.
            Se quedó viéndome. Entonces tomé una lapicera y un papel del escritorio. Puedo hablar perfectamente, escribí. Me temo que eso no es posible, dijo, la máquina no se equivoca. Revíseme usted, escribí. De un cajón sacó un estetoscopio. Se acercó a mi y me auscultó. Luego pidió que abriese la boca, observó dentro. Venga, dijo. Lo seguí hasta una habitación en la planta baja. Allí había una máquina de rayos equis. Acuéstese, dijo, sáquese la ropa y todo accesorio metálico. Lo hice. La máquina pasó su luz sobre mi torso y mi cabeza. Ahora espéreme en el comedor, dijo, ya le llevo los resultados. Fui al comedor y allí esperé, unos veinte minutos. El Doctor apareció, radiografía en mano. Mire, dijo, estas son sus cuerdas vocales, están completamente atrofiadas, note esto de aquí, no es normal, es imposible que usted pueda hablar, pero no se preocupe, hallaremos la solución. Se equivoca, dije. Luego le hice señas de que necesitaba algo con qué escribir. Me dio lapiz y papel. Usted se está dejando dominar por el chancho, escribí. ¿Qué chancho?, dijo. El de la oreja cortada, escribí. ¿Todavía quiere comprarlo?, dijo. Otra vez esquivaba el tema, no había caso. Enfurecí, comencé a insultarlo a viva voz. Notó la crispación en mi rostro, se acercó a mi y me tomó de los hombros. Cálmese, dijo. Me calmé. Después llamó a un ayudante y le dijo que me haga un té mientras él preparaba la máquina para hacerme otra revisación. Me senté a la mesa del comedor. El ayudante no tardó en traer el té. Era horrible pero estaba caliente, lo tomé todo. Luego el ayudante me invitó a acompañarlo hasta el consultorio del Doctor. Allí me recosté sobre la camilla. El proceso fue similar al anterior, solo que esta vez el brazo mecánico recorrió todo mi cuerpo con esa luz roja. Mañana por la mañana estarán los resultados, dijo el Doctor. Idiota, murmuré y me fui.
            Se hizo de noche. Me metí bajo las mantas. Comencé a sentir el cansancio. Entonces escuché un gruñido. Luego otro. Y otro. De mi mochila saqué un pan que había guardado por la tarde. Extraje la miga, hice dos bolitas y tapé mis oídos. Volví a acostarme. Fueron diez minutos de calma hasta que escuché otro gruñido. Y otro. Y otro. Cesaron al amanecer. Aún así no pude dormir de lo perturbado que estaba.
            Golpearon la puerta. Pase, grité. Golpearon otra vez. Pase, volví a gritar. Me disponía a levantarme cuando el Doctor Guanon entró. Buen día, dijo, ¿cómo durmió?. No contesté. Aquí tengo los resultados, dijo, lamento decirle que no son nada buenos. Leyó el informe y al terminar dijo:
            - Eso quiere decir que usted está inmovilizado del cuello para abajo.
            - ¿Cómo?- dije.
            Me levanté y caminé en círculos para probarle que no sufría de ninguna inmovilidad, pero él permaneció con la mirada fija en el catre. Salté, me agaché. Nada, seguía viendo al catre. Entonces lo tomé y lo zamarreé. En ese momento entró como en un trance. Cuando dejé de zamarrearlo volvió en si y continuó mirando al catre, como si nada hubiese pasado. Lo siento, dijo al catre, llamaré a mis colegas a ver qué podemos hacer, es un caso entre miles. El chancho está detrás de esto, pensé. Era evidente, el Doctor le hacía caso en todo. ¿Cómo alguien podía confiar en un ser con tantos nombres como el demonio? ¿Qué clase de imbecil se deja persuadir por un comemierda?
            Me vestí, deje la habitación y fui hasta los chiqueros. Allí estaba el chancho, junto a los otros dos. Me las iba a pagar. Salté las vallas y hundí mis pies en el lodo. Los animales se alejaron cuanto pudieron. Corrí tras el chancho de la oreja cortada. Se escabulló. Resbalé y caí. Mis ropas se ensuciaron con aquel barro mezclado con mierda, emanaban un olor nauseabundo. El chancho comenzó a burlarse de mí. Fui tras él. Lo tuve entre mis manos pero se zafó. Quería quebrarle el cuello, de principio. El chancho gruñó, provocándome. Fui a la carga una vez más. No pude sujetarlo. Era su terreno, sabía como moverse. Me di cuenta de que no tenía ninguna oportunidad. Entonces un ayudante se acercó al corral, seguramente atraído por la exaltación de los animales. Ni me registró. Al parecer, todos se negaban a verme en una situación diferente a la de estar acostado en aquel catre. Le llamé la atención con mis manos. Continuó mirando a los animales, absorto. Salí del corral y me paré a su lado. Lo empujé. Cayó al piso y allí permaneció unos instantes, con los ojos abiertos. Parecía alienado. Entonces se incorporó maquinalmente y volvió a la posición en que estaba antes. Y siguió ignorándome. Finalmente me resigné y regresé a la casa, inmundo y derrotado.
            En el cuarto me cambié de ropa. Luego llevé la ropa sucia al lavadero. ¿Serían capaces de verla allí? Ya ni me importaba, solo quería dormir. Regresé al cuarto y me metí bajo las mantas. Me puse de costado, luego boca abajo y, al cabo de unos minutos, logré dormirme.
            Cuando desperté el Doctor estaba sentado en el catre junto a mí, mirándome con cara de pena. Hizo unas anotaciones en una planilla. Me incorporé para poder leerla. Era el informe sobre mi salud. Según él yo había muerto mientras dormía. Qué estupidez.


Noúmeno

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