lunes, 19 de mayo de 2008

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Hace unos años, me reía de un (viejo) profesor de secundaria, que con la cara agrietada y surcada por vivencias más que por el paso del tiempo, nos comentaba en una voz monocorde y apenas perceptible, que no había nada más triste y terrible que un amor no correspondido; lo comentaba mirando a un ladrillo de la pared del fondo del aula, manteniendo una íntima comunión con la materia inerte, celebrando un pacto de complicidad de caballeros con ella, aquello que no había logrado y que seguramente no lograría con los animales.
Ya no me río.
Un amor no correspondido en una novela naturalista española, perdida en extensas y soporíferas descripciones de paisajes ajenos, a chicos de 17 años (posmodernos) les podía parecer algo alejado, y las causas amorosas irremediablemente perdidas se podían pilotear con una dosis de orgulloso cinismo; hasta que los efectos de la droga pegan mal años después y se degrada en patético cinismo, en pactos de sangre con la cama, con la radio, o con un ladrillo al azar en la hostil pared un lacerante (centro educativo).
Uno se cansa.
El profesor se tranforma en un oráculo siniestro; el compañero Pessoa nos parece cada día más cuerdo a medida que crecemos y el (cactus), más simpático.
Llego el momento de desertar heroicamente, de secarse y causar antipatía; de ver los amores inexactos como un teorema de Gauss.
Desobedecer al oráculo es imposible, pero no tenemos alternativa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

triste, violento, un hospital a las cinco de la mañana es lo único que tiene vida entre la espera de la histeria.
y cuando estás en la sala de espera,
te das cuenta de que es un boliche.

Anónimo dijo...

Me vino a la memoria una novela de Pérez Galdós, "Marianela", donde el protagonista, que es un cieguito, recupera la vista y descubre que esta Marianela era más fea que pisar mierda descalzo.
Estas cosas me partían el alma a los 17.
Jaco Pastorius.